jueves, 9 de abril de 2009

Pre la carta de renuncia

Era noche de luna nueva: buen presagio. Llevaba, por necesidad, la mochila que fue autografiada en aquella magnífica y sádica situación en que la conocí: otro buen presagio. Hacía frío, salía vapor de mi boca, estaba en remera por la sangre que me calentaba las entrañas. Un ligero ángel de la guarda me protegía a mí y a mi pesado cargamento: una novela con la carta de renuncia. Las manos en los bolsillos, un paso veloz. Pasé frente a la heladería y no había nadie conocido allí dentro. Saludé con la mirada al hombre de la garita, seguí de largo. Reconocí el pequeño escalón que iniciaba la vereda de su casa, me interné en la oscuridad de su portón, por siempre cubierto por un jazmín (creería que es jazmín), y ya sin pudor, toqué el timbre, comencé a sacar la novela y la carta de la mochila, y esperé una respuesta. En mi imaginación, todas las alternativas, salvo esa, habían sido analizadas, por supuesto, por supuesto.

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