lunes, 30 de abril de 2012

Quiero escribir

La novela había llegado a ella como lo hace un viajero nostálgico a su hogar, después de una larga, larga ausencia. Acarició sus tapas cerradas, se restregó la nariz. ¿Cómo había hecho el autor a entrar en su cabeza tantos años antes de que leyera su libro? Porque de alguna forma le era familiar, de alguna forma siempre había extrañado, siempre había estado esperando leer esa historia. Esa era la magia de ese autor, no escribía historias que inventaba él, escribía historias que sus lectores no recordaban.

Hola señor colectivero

Uno evoluciona. Uno evoluciona, y sus relaciones con las cosas también. Por ejemplo, vamos a analizar cómo se relaciona uno, a lo largo de su vida, con el colectivero. Me pongo a mí de ejemplo: de chiquito viajaba con mi mamá, ella hablaba y pagaba, yo colgaba de su mano, ni enterado de nada. Cuando a los ocho empecé a viajar solo al colegio, me subía, mostraba bien alto mi pase escolar, mirando directo a la cara huraña, barbuda, mal afeitada, raramente alegre del colectivero, para asegurarme que viera mi credencial, y me ponía en puntas de pie para dejar caer los diez centavos. Cuando era secundario ya estaba más canchero y decía en voz media: secundario. Cuando empecé a ir a la facu, le agregué un hola adelante: hola, uno cincuenta. Después un por favor atrás, así: hola, uno cincuenta porfavór. Con un dejo de pregunta en las últimas sílabas.
Hoy en día me subo tranqui, lo miro francamente al flaco, saludo con un buenos días, titubeo: eeeh... uno diez, por favor, tan amable. Y si me bajo por adelante, lo saludo con un suerte y nos vemos. También sé que dentro de unos años, sólo para charlar más, en vez del importe le voy a indicar mi destino. Y ya cuando esté canoso probablemente sea de los que se sientan atrás del tipo, o ahí nomás al costadito, y le dé charla. Con suerte voy a ser de los que cuentan historias divertidas y no de los que se quejan hasta de las hormigas del vecino de la otra cuadra, pero aún así, si estás considerando ser colectivero de la 216, pensalo dos veces, que yo sigo evolucionando.

sábado, 28 de abril de 2012

Seguimos siendo babys

Había garuado todo el día, y seguía garuando de noche. Si no hubiera tenido que ir a la facu, hubiera sido el día ideal para maratón de animé y películas. Pegué la frente al vidrio y vi que en el reflejo sobre el asfalto, la luz roja del semáforo se volvía anaranjada cuando se prendía también la luz amarilla. El colectivo arrancó y el sonido del motor volvió a cubrir la música melódica, como de ukulele o bajo, que sonaba en la radio del chofer. Desde ayer a la noche sentía que me iba a enfermar, tenía algo como duro en la garganta y me sentía débil, desanimado, me dolía todo lo que rodeaba los ojos. Me dolían las piernas de haber estado toda la clase de pie. Con los ojos cerrados, la frente todavía contra el vidrio frío, levanté las dos rodillas y me las abracé.
Entonces entreabrí los ojos justo para ver a una mujer que se paraba y, caminando hacia el fondo, se inclinaba sobre mí un segundo, el necesario para decirme en voz baja: seguís siendo un baby, y pasar de largo sin que yo llegara a reconocer del todo esa cara, en penumbras, que me resultaba tan familiar.

viernes, 27 de abril de 2012

Ley del cambio repentino

Mientras se enjugaba las lágrimas que estaban atrapadas en sus pestañas, la pobre viejita descubrió una de esas verdades, como las de Murphy o del Rafa Núñez. "Todo es susceptible al cambio", pensó. "Especialmente cuando uno se aleja un tiempo."
Una semana de vacaciones, la primera en cuarenta y tres años, y al volver a casa de sus patrones encontró que  los liquidambares de la vereda ya no estaban. Sólo encontró, de casualidad atrás de unos ladrillos, una pelotita de pinches, y se la guardó en la cartera para recordar siempre que debe atesorar lo que tiene, y especialmente lo que deja antes de irse.

Mientras tanto, lejos del pueblito de los patrones de la vieja, el linyera me confesaba al oído: "Los ganadores en esta vida son los que hacen una victoria cada vez que pierden, no los que ganan siempre."

jueves, 26 de abril de 2012

Yo aguafiestas

En los cumpleaños el nene, la vieja, el oficinista fofo soplan la velita y todos contentos. En el recreo un nene no le comparte su chupetín al otro por la saliva, qué asco, y en la oficina del fofo todos andan con su alcohol en gel porque claro, todo, qué asco que da.
Yo creo que esa gente nunca se fijó en realidad lo que es soplar. Deben pensar que sale aire nomás, que desde los pulmones atraviesa bronquios y tráquea y pasan por la boca la lengua los dientes y los labios y sale el aire así, tan puro, tan campante... Que hagan la prueba un día y soplen fuerte sobre alguna superficie limpia, sobre un papel, sobre un monitor, y vean los pedazos de garzo que espolvorean a diestra y siniestra.
Y que vuelvan a comer torta de cumpleaños así tan contentos y piolas. Llenas de confites, chocolate rallado, milanesa del mediodía y staphylococcus aureus prestada.

miércoles, 25 de abril de 2012

La carta desaparecida

Ella decía que nunca le llegó la carta, él afirmaba habérsela dejado. Así cerradita y doblada como se la pasé yo, él dice que la metió en el primer folio de carátula de la carpeta violeta que ella tenía sobre el banco. Y que nadie estaba mirando, no había nadie en el aula. Cuando la encaré, cuatro días después, ella dijo que sí, que su carpeta violeta seguía arriba de su escritorio cuando volvieron del recreo, pero que nunca encontró una carta de Pablo en el primer folio. Y yo personalmente vigilé que, después de Pablo, nadie más entrara al aula durante todo el recreo. Era imposible. Simplemente imposible. Había gastado semanas de creatividad al escribir esa carta para que Pablito enamorara a Sofía, y la carta había desaparecido así, en la nada, había sido tragada por un agujero negro desde folio de la carpeta violeta.
Esa noche, que volvía enojado con Pablo, con Sofía y con el mundo por el tema de la carta, pensé durante un segundo que había empezado a nevar. Enseguida me di cuenta que el cielo estaba despejado. Y un instante después, que caía papel picado y no nieve. Y que caía sobre mí, en un círculo estrecho. No me costó nada reconocer, en un pedazo más o menos grande de papel rasgado, mi propia caligrafía.

And no surprises...

Almohada devorame. Hoy es uno de esos días que no debí despertar. Ojalá la lluvia atravesara estas ventanas e inundara mi habitación y mi cama entera, ojalá los rayos que tardan en caer lo hicieran sobre esta viga. No hay estufa que caliente este tórax vacío, no hay escarpines que retengan el calor de estos pies tan fríos. Sólo hay humedad filtrándose, sólo respiro moho y polvo muerto, solo me escondo bajo las frazadas tiritando, preguntándome por qué, por qué se me ocurrió poner No surprises como tema del despertador.

Condición humana LIV*

Voy en bici por ahí, y manejo sin usar las manos. Me cruzo otra gente en bici, siempre parecen un poco contentos. También me cruzo con motos y autos. Y es curioso que los automovilistas, al verme ir en bici y sin manos, se preocupan, desaceleran, intentan esquivarme dándome dos metros de margen, temiendo que yo me caiga de imprevisto y me aplasten la cabeza con sus imponente autotes de plástico. Entiendo que lo hacen porque mi andar no es recto y parejo: hago ondulaciones, pequeños zigzags, también cada tanto paso por un pozo o sobre un cascote y estoy apunto de caer, pero en realidad muy lejos de caer. Eso de mí andar les da inseguridad, cuando en realidad yo voy completamente seguro.
Pero cada tanto me cruzo con algún automovilista tan preocupado, tanta pena da, que durante unos segundos pongo mis manos sobre el manubrio, finjo controlar perfectamente mi bici, y sonrío. El otro pasa rápido y yo vuelvo a guardar las manos en los bolsillos.

*También llamada La metáfora perfecta

martes, 24 de abril de 2012

Un pelito de la ceja

Hay un pelito de tu ceja
que me tiene preocupado:
es tan recta y tan parejita
pero él va para otro lado.
No sé si será Julieta
y se asoma a su balcón,
o si es un pelo suicida
por acabar con su dolor.
Él quería ser pestaña
y para tanto no lo dió.
Si tuviera una pincita
te juro, loca, lo saco yo.

domingo, 22 de abril de 2012

Pochoclero

Definamos con exactitud las virtudes de la palabra "pochoclera" siendo referida a una película. Pochoclera, hace mención del pochoclo, caro está. Comer pochoclo mientras se ve la película: primera caracterización sobre la película: permite distracción, no requiere de la constante atención del espectador, que puede tomarse un momento, desde un sutil segundo a un análisis detallado de su bolsita de pochoclo en busca de los más dulces. ¿Pero termina ahí? No, porque lo pochoclero excluye necesariamente a ese tipo de películas en las cuales el espectador no desea comer pochoclos: esas películas en las cuales se compenetra de tal forma que, aunque tuviera espacios y pausas que permitieran comer pochoclos, estos quedarían en segundo plano hasta los créditos. O incluso serían olvidados en la sala.
Pero hay un detalle más, y viene de la etimología del pochoclo. ¿Qué es un pochoclo? Una semilla explotada . Una semilla, el núcleo mínimo capaz de desplegar en condiciones favorables el desarrollo entero de una planta, un ser vivo dotado de una maravillosa energía, arrancada, amontonada con otros cadáveres de semillas y expuesta al calor. Tanto calor que explota, estalla, y al estallar pierde todas sus características iniciales: ya no puede convertirse en planta, ya no podrá ver el sol y fotosintetizar su propio sustento. Ese pequeño pochoclo parece estar hablando de nosotros y de todas las personas que prefieren ver películas pochocleras: de antemano se encierran a perder un par de horas frente a una pantalla llena de luces, ruidos, sensaciones, cuando podrían estar tocando el saxofón, escribiendo, charlando con alguien que quiere charlar.
Y todos lo sabemos, de algún modo u otro. Siempre, mientras masticamos pochoclos viendo una película, tenemos que detenernos un momento, acercar la mano a la boca y escupir, con cuidado y sigilo, esa semillita quemada y ruda que dio hasta su último aliento para sacarnos de allí, al menos, para incomodarnos lo suficiente como para que nos percatáramos en ella, y en nosotros mismos.


En el fondo de mi casa encontré, entre el ciprés y la leñera, los restos de un campamento gitano. Enseguida supe que despierto estaba soñando.

viernes, 20 de abril de 2012

Rima con manos frías

Si te digo que estás linda
te estoy mintiendo.
Lindura es algo que se es,
no se está
ni se lleva puesto.
A la carita que de verdad es linda
no le digo nada
porque se me va el aliento.

jueves, 19 de abril de 2012

Brindemos

Brindemos siempre esta amistad:
que llueva sobre nuestra piel
nosotros mismos hechos lluvia,
que brille aún muertos
la vida que llevaremos.
Brindemos hasta que la copa
caiga por el suelo:
saltando estaremos
esquivando el miedo y la locura.
Brindemos hasta que todo ocurra,
brindemos hasta que no haya nada
ni ganas de todo ya hecho,
brindemos ya, que queda un largo trecho,
más largo que lo dibujado.
Brindemos, hoy yo pago.

miércoles, 18 de abril de 2012

oTo

-Y esta mascarita preincaica -susurró él señalándo una máscara redonda de piedra- se cree que era una máscara mortuoria. Se la daban a los muertos. Es de los Cóndor Huasi; tienen alrededor de mil quinientos años creo.
-¿Y por qué tiene esa carita de tonto? -preguntó ella en un murmullo, acercándose a él. El museo era silencioso y oscuro y no querían perturbar a nadie.
-Es el asombro extático de la persona que se encuentra cara a cara con los poderes sobrenaturales -explicó él, arreglándoselas para no sonar tan manualítico catedrático-. ¿Ves la boquita? Es como que está exhalando de tan sorprendido que está...
-Mmm, no me convence esa teoría -negó ella, acercándose más a él, hasta que sus codos se rozaron-. Yo creo que se la mandaban los indios a las indias para proponerles casamiento o algo así.
-Jaja -susurró-. ¿Por qué lo decís?
-¿Qué? ¿No sabés? -Sus cejas se arquearon con mucha más sutileza que la de las mascaritas preincaicas-. Por ejemplo, vos ponés esa cara de tonto cuando estás juntando ganas de decirme que te gusto.
De repente sintió que su propia cara se volvía de piedra. Sí, podía sentir que su piel era una mascarita lítica, redonda y plata. Ya sentía el baldazo de agua cayéndole.
-¿Ves? Y la boquita no es que soplan... -Acercó su cara a la de él. El museo estaba más silencioso que nunca y pudo sentir el aire que salía de su nariz sobre su cuello-... es que quiere darle un beso, como vos ahora...
Pero no fue un baldazo, sino el rocío de mil quinientos años que caía sobre él y se evaporaba en un segundo.

martes, 17 de abril de 2012

Hoy dos cosas

Una: las lapiceras con almanaque, ¿cuestan más caro porque reducen exponencialmente sus funciones? Me explico: una lapicera normal sirve hasta que se queda sin tinta, y un almanaque normal dura hasta que acaba el año. Pero con estas lapiceras almanaques siento que la mitad del producto está condenado a morir prematuramente y ser una carga para la otra mitad: o se termina la tinta en junio y hay a mano almanaques más prácticos para consultar, o llega el 2015 y vos todavía con la misma lapicera aparatoste que sigue en la cartuchera como una araña en su cueva.

Dos: gordos hubo siempre, y me acuerdo que también antes había gordos que en base a un esfuerzo que mi mente difícilmente concibe, adelgazaban hasta condiciones óptimas y saludables. Y se mantenían así el resto de sus vidas. Ahora cada caso similar que conozco, termina con la simple explicación del bypass gástrico y una sonrisa de suficiencia. Digo yo: si alguno de esos gordos voluntariosos se cruza con uno de estos gordos tecnologiosos, ¿no siente arder dentro de sí una ira de titanes?

Tres: maradó maradó.

Mil chispas

Un túnel. Vías en un solo sentido, un único carril. El tren avanza implacable con trescientos pasajeros, y yo estoy entre ellos. Por ambas ventanillas veo el cableado y los tubos de plástico oscuro que serpentean sobre las paredes del túnel; sé que llevan electricidad, agua, tal vez gas, pero ignoro por qué son tantos, por qué se entrecruzan así, por qué suben y por qué bajan. Su movimiento hipnotiza. Un bebé llora a upa de su mamá.
De repente veo un chispazo. Una luciérnaga perdida me imagino sin pensar. Pero enseguida, en el espejo que está al lado de la ventanilla, veo mi reflejo y, detrás, del otro lado, dos chispas más. Y más chispas. Incisiones amarillas en el negro paisaje del túnel estrecho. De pronto hay chispazos en todos lados, los rostros de los pasajeros y del bebé se iluminan de amarillo, el color del piso se destiñe, las pupilas se achican, el bebé deja de llorar.
Más chispas. Afuera ya no predomina la oscuridad, sino la claridad; de los tubos que serpentean no se ve más que contornos fugaces. Las chispas parecen meteoritos de carbón incandescente, y hay miles, un enjambre irregular. Un ruido a estática hace vibrar todo el vagón, pero el tren sigue a su velocidad. Tal vez más rápido.
En los segundos que siguen, las chispas se convierten en llamaradas eléctricas que invaden desde las ventanillas, obligando a la gente a tirarse al piso, llenando el techo y los focos de luz con un hollín sucio. Yo sigo de pie. El tren avanza. Mil luces se preparan a mi alrededor.
Me gustaría recordarlas todas, a cada chispa en particular, anotarlas, dibujarlas, pero casi todas se van, se extinguen, me abandonan. Las que llego a capturar las guardo acá, para releerlas después.

La ocupación del caracol

Carolina es normal entre los caracoles, es decir que es lenta; pero si fuese una persona sería una persona muy colgada, de esas que no reaccionan a tiempo, que tardan en comprender qué está pasando y que después no saben qué respuesta dar, de esas personas que se mueven de acá para allá sin ritmo como si no supieran a dónde van, de esas personas que, a la menos señal de peligro y hostilidad, se callan y se esconden en sí mismas. Pero Carolina es un caracol y es un caracol normal y no puede hablar. Si fuera persona, en cambio, nos explicaría que los caracoles avanzan lento no porque les falte fuerza o porque llevan mucho peso a cuestas. Los caracoles van lento porque no dejan de pensar. Van lento porque sus cerebros están colmados de preocupaciones, ideas, respuestas, preguntas, colores, proyectos, esperanzas, balances, tasaciones, recuerdos y penas. Nosotros somos humanos, pero si fuéramos caracoles, probablemente no nos gustaría que nos dijeran lentos. O en realidad estaríamos tan ocupados que ni nos importaría.

sábado, 14 de abril de 2012

Nonita tijeras

-Jaja nonita, ¿quién te cortó el pelo? Tenés un tijeretazo más chanfleado que el bigote del tío...
La vieja se dio media vuelta y me miró perpleja, y mis demás hermanos me miraron desde atrás con pánico en sus caras y diciéndome en silencio que abortara lo antes posible... Pero parecía tarde.
-¿Qué cosa, qué tengo? -preguntó, casi ofendida. Siempre había sido una coqueta y decirle que tenía mal aspecto era más insultante que tratarla de vieja gagá.
-¿A ver? Dejame ver -dije, obligándola a darse la vuelta otra vez. Tenía un corte en diagonal a mitad de la nuca más visible que la muralla china-. Ah no, me confundí, no es nada -mentí, haciendo como que le arreglaba el pelo-. Te debió quedar así desde la mañana, se ve que no te peinaste bien hoy...
-Ah, puede ser, no me puse los anteojos apenas me levanté como suelo hacerlo.
Y ahí quedó el tema, o eso pensamos todos. La verdad es que la nona, cuando volvió a su casa, fue derecho al baño y prendió la luz, agarró el espejo de mano y se lo puso atrás de la cabeza para verse la nuca: ahí estaba el tijeretazo. Tendría ochenta y nueve años, pero nunca era tarde para aprender que no se puede criticar a la peluquera mientras te está cortando el pelo. La próxima vez tendría más cuidado.

Esa casita rosa existió

Algunas cosas cambiaron por acá. ¿Te acordás el dulce de leche que merendábamos? Ya esa marca no se fabrica más. Busqué el mismo sabor a caramelo en otras marcas, pero no tuve éxito. ¿Y te acordás esa casita rosa y desteñida donde esperábamos el colectivo? La enrejaron y pintaron de azul, no sé si la reconocerías. Hasta los colectivos ya no tienen esos asientos acolchados. El paisaje desde la terraza cambió mucho también, algunos árboles siguen ahí pero si los comparás con esa foto en la que estamos los dos disfrazados de indios no hay nada que se parezca. El caminito de hormigas que había en la vereda de tu casa desapareció, y los nuevos dueños sacaron la achira roja que te gustaba. La familia de ratoneritas que habían anidado en el techo del galpón hace mucho que voló.
Ah, y respecto a lo del lunar que me contaste: sos poca observadora, ese lunar en el pómulo siempre lo tuviste. Supongo que ahora el cambio de sol lo resaltó. Por mi parte te cuento que me rapé.

viernes, 13 de abril de 2012

Here is a little song I wrote

Vi eso con pinches que escondiste en mi cama, lo que es raro porque no sabía que sabías dónde vivo, ni en qué posición duermo. Vi que escondiste tu reflejo en el espejo de mi baño para que te viera de soslayo mientras me afeitaba y me lavaba los dientes. Vi que afinaste el susurro del cajón de los cuchillos para que se pareciera al de la puerta del la juguetería a la que entramos la última vez; si tan sólo el entrechocar de los cubiertos sonara más como tu risa... Vi que hay trampas, escondites y sospechas desparramadas por toda mi casa, esperando que me distraiga un segundo para atacarme. Es raro todo esto: por las veces que charlamos yo creía que eras inofensiva, y mirá lo que lograste. Ya no puedo caminar por acá ni quedarme a pensar en una plaza o en la estación: vos ya pasaste por ahí atándome los cordones, pegando figuritas tuyas, escribiendo graffittis encriptados, dibujándote en mis papeles.

Y hoy estoy feliz hija de puta

Con mi amigo el vagabundo habíamos encontrado una billetera en estación Retiro, y después de tres días conseguimos devolvérsela a su dueño. Estaba asustado cuando nos vio, pero terminó tan agradecido de nuestra buena intención que nos regaló cien pesos.
Con esos cien pesos, después de mucho tiempo, fuimos el vagabundo y yo a un Carrefour. Compramos pan lactal, café instantáneo, una mermelada y un cuchillito limpio para untar. La cajera nos miró con suspicacia cuando le dimos el billete de cien.
-Cerrá la boca, conchuda -dijo el vagabundo, sonriendo con todos sus dientes amarillos-. Hoy estoy de buen humor, no quieras arruinarlo como una hija de puta.
Ella congeló su cara en una especie de susto infantil y nos dio el vuelto.
-Gracias -dijo él-. Que tengas buen día.

Condición humana LIII

Tengo la impresión de que cuando era chico caminaba a la par de la vida, sin preocuparme, distraído, dejando caer cosas por todos lados, sin saber qué camino transitábamos. De pronto un día me di cuenta que íbamos al trote, de que en realidad hacía ya mucho tiempo íbamos al trote. Y la vida fue acelerando el paso y se me adelantó, yo traté de alcanzarla pero cada vez ella daba zancadas más grandes. Tiraba cosas en el camino y yo no quería perder ni un centímetro de distancia ni quería dejar esas cosas tiradas por ahí. Empecé a gritarle, rezagado, que doblara para acá, que en la próxima curva fuera hacia tal lado. Generalmente la vida me ignoró e hizo lo que quiso, y yo me limité a seguirla.
Y hoy seguimos así, cada vez más rápido, cada vez más insensibles los pies que golpean el camino, haciendo equilibrio con los mil bártulos que fui recogiendo, sin dejar nunca de correr y teniendo que decidir qué dejo caer, viendo que hay cosas que se me escapan de las manos. Sin embargo tengo la impresión de que cada vez aumentan más mis energías, que a cada paso respiro más profundo, aplacando la fatiga. Y de que en cierta forma el camino que la vida fue eligiendo es el adecuado para mis piernas.

jueves, 12 de abril de 2012

Lo que el tornado me contó

Llegamos cuando empezaba la Hora Santa. La capilla se vació y quedamos muy pocos, en un rincón iluminado con velas porque en la capilla tampoco había luz. El ambiente era extraño, adormecedor, bastante bien logrado a decir verdad.
Pero lo que otros años era un momento de silencio y reflexión en voz tranquila, este año fue pura reflexión en voz alta y canto sin respiro. Así que mi papá y mi mamá, molidos de cansancio y molestos por el cambio, se fueron a la media hora y yo me quedé. Estaba tranquilo ahí, podía aislarme de las voces y las guitarras, y en casa no había luz y no había nada para hacer.
Después empezamos a rezar el rosario, y al segundo misterio yo ya sentía la panza que me preguntaba cuánto faltaba para comer algo. Estuve de rodillas todo el rato, salvo el último misterio que me paré: por un lado quería aflojar la presión en las rodillas, y por el otro era como tomar posición de largada: apenas terminara la Hora Santa me iba corriendo.
Sin embargo terminó y salí caminando ligero y tranquilo. Había luna llena, o casi, y la falta de luz eléctrica quedaba completamente recompensada. Podría haberme puesto a leer en la vereda, sino fuera por el humo. Mucho humo, como niebla espesa, acre y húmeda flotando en todos lados. En las siete cuadras que separan la capilla de mi casa debo haber cruzado al menos diez fogones: los vecinos quemaban hojas y ramas que el viento había tirado, y quemaban basura con feo olor, quemaban la comida que se había puesto rancia en la heladera descongelada, quemaban todo lo que no servía. Y hacían bien porque, aunque todavía nadie podía asegurarlo, los basureros no iban a pasar durante más de una semana y las bolsas de basura se iban a acumular en todas las veredas.
Había muchas cosas más que tampoco sabíamos esa noche. Como que la luz iba a ir y volver varias veces (en el mejor de los casos, porque hubo gente sin luz durante más de una semana). Como que uno de mis mejores amigos se había quedado sin casa. Como que a tres cuadras de casa un eucalipto aplastó a un hombre y su auto, le amputaron una pierna y después murió. Como que había más muertos de los esperados, gente que había salido volando con su techo, gente que había sido succionada por una ventana, gente había sido partida en dos por una chapa voladora. Como que muchos estudiantes de la Universidad de Morón estaban internados por cortes y traumatismos. Como que algunos celulares iban a estar mucho tiempo sin señal y la gente iba a desarrollar síndrome de abstinencia. Como que a un vecino le apareció en el fondo de la casa una pileta de fibra de vidrio. Como que íbamos a ver fotos con un tornado de verdad, hecho y derecho. Como que las piras nocturnas iban a repetirse durante cuatro noches, porque el tornado había dejado mucho para quemar con fuego.
El tornado fue un acontecimiento inesperado, único. Como la nevada del dos mil siete, pero más triste. Pensé que si afectaba así a una sociedad como la nuestra, en la antigüedad debía sorprender mucho más. Pensé que sería divertido, en adelante, recordar todos los ocho de abril con la festividad del fogón por el tornado. Después empecé a toser y la consideré una mala idea. Ya no quiero (tal vez nadie quiere) rememorar nada con rituales ni ceremonias ni repeticiones; me alcanza con una vaga memoria, lo que evoca una foto, lo que relata un cuento, un fragmento de información, un poquito de poesía. O siete crónicas.

Lo que el tornado me contó


-La tía está sin luz –me avisó mi mamá- así que vamos a ir a llevarle el generador. Dice que se le cayó el pino en la casa del vecino Silbé admirado. Ese pino era enorme.
-Yo voy –anuncié. Los pies me picaban por el aserrín que se había colado adentro de las medias, me picaba la cabeza y las piernas, me dolía la espalda. Quería tomarme un descanso y ver el pino caído.
-Vamos a ir todos. Después nos bañamos en lo de Anahí y vamos a misa –Era Jueves Santo.
El tránsito estaba insoportable. Lo que generalmente podíamos hacer en veinte minutos, cuarenta si era un día complicado, ese Jueves Santo lo hicimos en una hora y diez minutos. De Ituzaingó a Morón, atravesando el caos de avenidas congestionadas, calles internas bloqueadas, callejones sin salida y falta de combustible. En lo de la tía el pino caído me impresionó tanto como pensé que iba a hacerlo, aunque no había podido imaginarlo en su completa magnitud. Ya no había más pino, ni hamaca, ni caminitos, ni medianera, ni galpón del vecino. Ni quise comentarle a la tía lo cambiado que iba a estar el jardín de ahora en más.
Llegamos a lo de Anahí para bañarnos a las siete de la tarde, mientras empezaba la misa. No íbamos a llegar, así que nos bañamos uno a uno, procurando sacarnos bien toda la mugre posible. Ya habían anunciado los de Edenor que podían tardar hasta doce días en darnos la luz, y yo había apostado que iban a darnos la luz el lunes.
-Si pasa eso –dijo papá- vamos a bañarnos a lo del Tuli en vez de venir acá. Hablé con él después de comer y me dijo que puede cargar agua al tanque con una de las motos.
El Tuli era un mecánico amigo de mi hermano, y haciendo andar en el aire a una de sus motos, hacía que la rueda trasera hiciera rodar la rueda del motobombeador. Ingenio puro. Y muy oportuno.
Emprendimos la vuelta cuando ya casi anochecía. Veinticuatro horas desde el tornado. La gente, que a la mañana manejaba tranquila, sorprendida, en silencio, ahora estaba enloquecida (o tal vez no era la misma gente). Nos quedábamos atascados todo el tiempo, las viejas se colaban por donde no debían, las luces y las señales de tránsito que quedaban en pie eran invisibles, la bocina sonaba peor que un reaggetón. Y seguía sin haber luz, oscurecía y las luces altas de los autos encandilaban. Creo que mi mamá, de acompañante, transpiró tanto como durante toda la jornada.

Lo que el tornado me contó

De chiquito me costó manejar el hacha, pero cuando estuve canchero me encantaba pasar las tardes de invierno, después del colegio, hachando quebracho. Vencer al tronco me llenaba de un primitivo sentimiento de poder. Después aprendí a controlar la motosierra, y ver caer en rodajas troncos tres veces más anchos que yo, sentir la vibración en los brazos y el tórax, oler a nafta y aceite, me embriagó de algo que se refleja en las caras de todo leñador canadiense.
Agarré la motosierra y, con algo de ingenio, empecé a trozar las ramas de sauce para poder ir sacándolas de la pileta. La superficie del agua se fue tornasolando con el combustible que perdía la máquina, y los rayos de sol penetraban por agujeritos, iluminando las hojas sumergidas, reflejando el cielo sobre la nafta. Todo muy colorido. Empezaron a escucharse las chicharras cuando la temperatura fue en aumento.
Sacamos todo el árbol para la hora de comer. Después fuimos con la camioneta y mi hermano a buscar los enormes pedazos de eucalipto que la municipalidad había trozado para despejar Pringles. Abrimos el portón trasero de la camioneta y mi hermano cargaba los troncos más grandes, a lo escocés, y yo iba juntando las ramas más ajustadas a mi talla.
Mientras tanto me contaba su experiencia la noche anterior, cuando el tornado lo agarró en la Universidad de Morón.
-Como llovía mucho, me quedé con una compañera en el hall de planta baja, viendo la lluvia que caía casi horizontal. No sabés lo que era, nunca en tu vida viste caer agua así. Estábamos ahí cuando se cortó la luz. Y como vimos que el viento arrastraba cosas por la calle, le dije a esta chica que nos alejáramos de los ventanales, porque es puro vidrio el hall. Así que nos fuimos atrás de unos sillones que hay, y fue justo por un segundo después empezaron a estallar todos los vidrios y a volar hacia adentro. A mí un sofá que se volcó me pegó en las piernas, y yo agarraba a mi compañera para protegerla y nos caímos al suelo, que se llenó de agua y nos mojamos todos, pero no nos pasó nada. Los que estaban cerca de los vidrios estaban todos cortados. “Me salvaste me salvaste” me decía, y yo cara de campeón le decía que no, que era lo lógico.
-Si se salvaron fue porque vos sos un cagón.
-Ahí nos quedamos sin celular, nadie tenía señal. Duró como veinte minutos la tormenta así. La facultad se llenó de pibes histéricos, muchos estaban lastimados. Después, cuando se calmó un poco todo, con un amigo nos vinimos a pie desde Morón porque todo estaba cortado. No sabés lo que era: no había luz en ningún lado, así que caminábamos como en manada, muy de película, saltando árboles caídos y cables, iluminándonos con celulares…
-Muy cine catástrofe.
-No sé qué es eso. Me sentía Rick el de Walking Dead. Fue re zarpado. Tardamos más de dos horas en venir. Y no sabés lo que era esto de acá: impresionante lo rápido que limpiaron, porque anoche era una jungla en medio de la calle, ramas gigante cruzando todo, postes partidos por todos lados, cables entre las ramas…
-Cargá ese y nos vamos –interrumpió mi papá-. Bajamos esto en casa y venimos una vez más a buscar más leña.
Algo remolón adentro mío se quejó indignado, pero no hice ni una mueca. Mi alma clamaba por una siesta para hacer la digestión, pero en cierta medida, poniendo el trabajo por sobre mi comodidad personal, yo también me sentía medio protagonista de una película.

miércoles, 11 de abril de 2012

Lo que el tornado me contó

Volví a la mañana siguiente. El tren iba sólo hasta Morón, y decían que la estación de Ituzaingó estaba destruida. Yo viajé leyendo Islas en el golfo, así que me perdí el paisaje de las cosas rotas por la tormenta, pero sabía que estaban porque oía los murmullos de la gente, veía sus sombras cuando movían la cabeza de un lado a otro.
En Morón había en todas las veredas pilas de escombros, ramas, tejas, chapas, fierros de puestos ambulantes, carteles torcidos como la envoltura metálica de un bonbón. Había una cola larguísima para el colectivo que va hasta Moreno, pero por suerte el mío llegó enseguida y casi sin cola. Me encontré con un hombre con el que suelo coincidir a la vuelta, y que se baja en la misma parada que yo: los dos habíamos quedado varados. Esta vez abrí bien los ojos, y no me cansé de ver ramas partidas en horribles chasquidos, árboles enteros caídos a un costado, postes torcidos, carteles volteados, edificios sin techo, montañas y montañas de ramas apiladas, cables sueltos. El colectivero iba indeciso por el laberinto abierto entre los destrozos, modificando su recorrido varias veces.
Pude ver que los daños parecían seguir corredores, atacando por rachas. Una cuadra estaba con los palos borrachos en flor, la siguiente era una ruina. Pero a medida que dejábamos atrás Castelar y nos adentrábamos en Ituzaingó, fueron aumentando las astillas en todas partes.
Ningún semáforo andaba. El tránsito era lento y pesado, pero la gente todavía no salía de su asombro. Nadie tocaba bocina. No se escuchaban pájaros. Miento: sólo se escuchaban las cotorras volar de un lado a otro.
Llegué a casa y encontré un montón de ramas de casuarina en el frente y montón de tejas rotas. En el fondo, el sauce del vecino se había dado un chapuzón en nuestra pileta. Parecía una enorme peluca verde abandonada, mitad en el borde, mitad en el agua.
-Cuando llegamos anoche, después de trabajar –me contó mi papá-, entramos a casa y vimos toda la planta baja inundada y el agua que corría por la escalera. Mamá se puso a gritar. Arriba vimos un agujero en el techo de la pieza de tu hermana, por donde caía un chorro de agua, y en nuestra pieza, sobre la cama, una rama de como un metro atravesaba el techo y chorreaba también sobre el colchón. Todo inundado. Trabajamos durante horas.
El día era espléndido, soleado, un poco ventoso, el aire tan limpio como debe serlo en el Caribe después de un chubasco. La luz enrarecía todo incluso más de lo que se veía.
-¿Por dónde querés que empiece, pa?

Lo que el tornado me contó

-Feliz cumple abue –le desié a la abuela cuando me fue a abrir la puerta-. ¿Cómo estás?
-Gracias querido, bien, bah, acá con Adela que no se puede levantar de la cama. Pasá pasá –dijo, y se aseguró de haber cerrado bien la puerta de calle-. Pasá, pasá.
La tía Adela tenía más de noventa años y se había caído hacía un par de días, entonces mi abuela, su hermana, fue a cuidarla. Justo el día que cumplía ochenta y cinco años.
-Tu papá me llamo hace un rato y me contó lo del tornado –decía mi abuela desde atrás mientras caminábamos por el pasillo largo, anaranjado y lúgubre-. Yo acá no sentí nada, estuve toda la tarde adentro, con la radio prendida, más que un poco de lluvia no sentí.
-Es que acá no pasó nada abu –le expliqué, sin mencionar el tema de que estaba sorda como un DJ-. Sólo llovió.
-Mónica me llamó recién y me dijo que allá en Torcuato cayó una granizada tremenda, pero acá yo no sé. No sentí nada.
-No abu, acá sólo llovió fuerte. Nada más.
Entré al departamento. Hacía más de dos años que no lo visitaba, y el deterioro me pegó en la cara desde la puerta. Y en la nariz. Desde adentro emanaba olor a sucio y a viejo, como esos borrachines que se duermen en el tren. Arrugué la nariz pero tampoco dije nada, mi abuela hacía décadas no tenía sentido del olfato.
-¿Comiste?
-No abu, pero no te preocupes tampoco, no tengo mucha hambre.
-Ahora te traigo algo para que te hagas un sanguchito. ¿Querés tomar una leche?
-No gracias –dije amablemente, dejando la mochila sobre una silla y mirando alrededor-. El sanguche está bien. ¿El baño estaba por allá no?
Atravesé el living con la sensación de que caminaba por el número 12 de Grimmauld Place, la noble y ancestral casa de los Black: en las paredes había reproducciones desteñidas de pinturas Reynolds, de barroco flamenco, un poster de Evita y de algunas actrices en blanco y negro que ya debían estar bajo tierra. Los tres modulares desvencijados estaban llenos de adornos de todo tipo, portarretratos varios, suvenires rotos y mugrosos de casamientos y bautismos, imanes con almanaques, tinteros, adornos de plumas de pavo real apolillados, cerámica opaca, bronce de óxido verde, lapiceras rotas, pedacitos de plástico decolorado, y cosas así. Todo cubierto con un suave tul de telarañas.
Pasé por la habitación de la tía Adela y la saludé. Estaba echada en la cama, esquelética y tapada con varias frazadas. Le di un besito sin entender ni un pito de lo que me decía, y pasé al baño. Cuando volví al living mi abuela estaba aplastando con la mano unas pequeñas cucarachitas que se escapaban por la pared. Fui a la cocina a buscar un vaso con agua y mi abuela me advirtió que lo enjuagara bien primero, que había bichos por todos lados.
En la cocina patié el platito de comida del gato, y varias cucarachas salieron corriendo. El olor ahí adentro era peor que en el resto del departamento, tanto que tuve que aguantar la respiración. Puse un vaso de vidrio abajo del chorro de agua, lo sequé como pude con un repasador pegajoso, saqué una botella vieja de la heladera y volví al living.
Mi abuela me había dejado unos panes duros, un cuchillo sin dientes y un poco de mayonesa y fiambre que, a juzgar por lo viscoso, estaba abombado hacía varios días. Me encogí de hombros y comí mientas ella tiraba unas frazadas en el piso para que yo me acostara. Supuse que no se daba cuenta que no iba a entrar en un metro y medio, por eso la perdoné y no dije nada. Dormir con los pies en el aire tampoco iba a ser la muerte, siempre y cuando las cucarachas no me hicieran cosquillas.
-¿Te dejo una luz prendida?
-No no, si está oscuro mejor.
-Menos mal. Adela tiene la manía de dejar todo prendido para que la gata vea de noche. No entiende que los gatos ven bien donde está oscuro.
Nos saludamos, yo llamé a casa para avisar que estaba todo bien, y me fui a dormir. Durante toda la noche soñé que la abuela daba vueltas por el living, chancleteando del otro lado de la mesa, de ida y de vuelta. En un momento soñé que la tía Adela se salía de la cama y se movía arrastrándose por el piso, enredada en su camisón y en sus frazadas, atrás de la abuela. Y yo de acostado las miraba sin decir nada, pretendiendo estar dormido. En un momento mi abuela y la tía daban la vuelta a la mesa y me miraban, una desde arriba y otra casi desde mi altura, y les veía las caras momificadas, sin ojos, chupadas, muertas y secas. Por algún motivo no me dio miedo, sino algo de asco. Ni siquiera pensé que fuera una pesadilla.

Lo que el tornado me contó

En Once, las dos únicas plataformas habilitadas estaban llenas de gente, y con dos enormes lagunas en el medio del andén. No había trenes. Un grupo grande de ese tipo de personas bulliciosas que viajan en el furgón apuraban a un par de empleados que a los gritos intentaban explicarles que en Castelar e Ituzaingó la tormenta había inundado las vías y cortado el suministro de energía eléctrica. No había trenes hasta nuevo aviso.
Yo pasé por al lado de ellos, me metí en el tren mejor iluminado y saqué Islas en el Golfo, de Hemingway, y me puse a leer y hacer tiempo. Quería distraerme. ¿Casa inundada? Me costaba pero me lo imaginaba, el piso de parqué arrugado como los dedos de un nene en el baño. ¿Habría llovido sobre mi compu? Si le había pasado algo a mi pc había perdido cientos de gigas que representaban horas y días de entretenimiento que no podría disfrutar, y días y semanas de trabajo que había perdido.
Pasó más de media hora sin novedades. Llamé al celular de Miki, que con suerte ya se había mudado a diez cuadras de Once, pero me atendió el contestador de movida.
Entonces llamé a casa.
-Hola.
-Hola pa. ¿Ustedes están bien?
-Sí, bien por suerte.
-¿Y mi compu?
-Intacta. Tu pieza es la única que no se inundó.
-Menos mal. Acá los trenes no salen, ¿me pasás la dirección de lo de la tía Adela?
-Esperame un segundito.
-Che, ¿de verdad un tornado? ¿Un tornado tornado?
-Eso es lo que dicen. ¿Anotás?
Salí de Once y caminé por Jujuy. Hacía frío y yo no tenía más que un suetercito finito. No había previsto el bajón de temperatura. Por suerte lo de la tía Adela quedaba a siete cuadras nomás. Eran pasadas las 23. Empezando a tiritar, tuve que tocar timbre cuatro veces hasta que se enteraron que estaba en la puerta.

lunes, 9 de abril de 2012

Lo que el tornado me contó

Habían anunciado la tormenta para un par de días antes. Todavía me acuerdo que esa tarde del lunes (lunes feriado) yo había quedado solo en casa, con la música fuerte mientras dibujaba encerrado en mi pieza, y que en un momento escuché un portazo. Sabiendo que seguro se trataba de una persiana abierta, bajé disimuladamente el volumen de la música, agarré mi puñal de guerra, me calcé bien las pantuflas y salí al pasillo. El viento sacudía los árboles afuera, la canción de un opening de animé sonaba lejano, mis pasos hacían eco en la casa. Me sentí protagonista (víctima) de una película de terror.
Pero la tormenta se desató el miércoles de Semana Santa, mientras yo estaba en la facultad. Cuando se hizo la hora y el profesor de dibujo seguía hablando, pedí disculpas y me despedí. Corrí a la parada del 132 para no perder el bondi, porque si me atrasaba dos minutos iba a perder el tren local de 22.11 que salía de Once. Las veredas estaban llenas de charcos y cada tanto relampagueaba feo, pero por suerte ya no llovía. El 132 tardó bastante en venir y cuando pasábamos frente a la Faculta de Medicina consulté el reloj del celular: eran las 22.10. No iba a llegar al local. Por ende, iba a perder el colectivo en Castelar, iba a tener que esperar media hora en la parada e iba a llegar a casa cerca de medianoche.
Levanté la vista y vi a una chica parada justo en el acordeón que articula las dos partes del colectivo. Pelo negro en colita de caballo, perfil de líneas rectas, campera negra, morral. Muy linda. Le quedaría natural llevar una katana. Sí, era una de esas bellezas flexibles que con una katana podría hacer un papel interesante en Kill Bill.
Tenía el celular todavía en la mano cuando me di cuenta que estaba sonando. Llamaban desde casa. Miré de vuelta a la chica de la colita de caballo, pero un gordo que se subió se interpuso entre los dos. Qué raro que llamaran desde casa, pensé.
-¿Hola Rafa?
-Hola pa, qué pasa.
-Llamaba para avisarte que hubo una tormenta acá y se inundó toda la planta alta.
-¿Qué qué?
-Hubo un tornado acá en Ituzaingó –me dijo-. Una rama atravesó el techo y se llovió todo adentro. Los trenes no andan, así que fíjate si podés quedarte a dormir en lo de la tía Adela.
-Okay.
Cortamos. Mantenía la calma exteriormente (no quería que la chica de Kill Bill pensara mal de mí, claro está). Adentro mío algo se preguntaba si de verdad había habido un tornado en Ituzaingó.

martes, 3 de abril de 2012

El destino de los nombres

-¿Y cómo se llama?
-Rafael.
-Rafael... Qué lindo nombre. Sabés, se pueden esperar grandes cosas de un bebé que se llama Rafael.
-¿Como qué?
-Como una gran persona. Un gran ser humano, ¿entendés?
-No estoy segura...
-Y por ejemplo, no podés esperar que un gatito que se llama Rafael sea un gran ser humano, ¿no? Pero de un bebé que se llama Rafael...
-Ah, sí, Phoebe, creo que entendí. ¿Me pasás la mamadera?

lunes, 2 de abril de 2012

Si yo fuera presidente

No opuso resistencia cuando la llevaron. Desde su primera declaración explicó que él no limpiaba la maquinita de afeitar, apretaba el dentífrico desde abajo de la tapa, guardaba los paquetes con una sola galletita adentro, no rellenaba las botellitas de agua de la heladera, acaparaba toda la frazada y nunca organizaba en carpetas las películas que bajaba. Los estudios del forense concluyeron que había sido una muerte rápida y sin dolor. Sin embargo, la mujer fue condenada a cadena perpetua porque la Justicia no pudo demostrar que su marido cometiera ninguna de todas las faltas de las que era acusado: ella había limpiado todo antes de que llegara la policía. El síndrome del obsesivo compulsivo se cobraba otra víctima, demostrando que el mejor sistema de justicia también tenía sus fallas.

Laca lacabeza

"Venite conmigo a dar una paseo" ordenó con esa su forma de convencerte sin que te des cuenta. "Tenemos que encontrar una forma para sacarte los miedos, las fobias, las alergias que tenés" me explicó mientras girábamos en la esquina con las manos en los bolsillos, y sospeché que ya había encontrado esa manera. "Mirá, este barrio es un sueño" me dijo, señalando los techos de las casas. Me parecían normales. "¿Querés un churro?" preguntó, y entonces vimos que un churrero se acercaba en su bici pregonando "churrooos como en la playa, churrooos hace cuánto no comés un churrooo, calentitos los churrooos". Estaban ricos. El dulce de leche desprendía un suave vapor en cada bocado. "Mirá, ¿ves esa chica de alla?". Asentí. "Era alérgica a las tortas de cumpleaños, ahora es sólo alérgica a las tortas de boda". "¿Esto es por lo de las fobias y los miedos?" pregunté, achicando la vista para reconocer algún detalle de la cara de la chica que se alejaba. "Esas cosas son de tu cabeza, son vos mismo. Es como perseguir a una pesadilla para cagarla a trompadas. ¿Alguna vez hiciste eso?". Me miró desde arriba, como si hubiera crecido de repente, como si hubiera querido crecer de repente para estar lejos de mi alcance. Empecé a sospechar de su seguridad. "No tenés que matar a ninguna neurona de tu cerebro para que desaparezcan tus miedos y tus inseguridades. Tenés que encontrar otras para que las dominen, o entrenarlas, o convencerlas para que lo hagan". Parecía estar divagando. "Ah, me debés cinco pesos. Por los churros". "No estaban tan ricos" dije justo antes de salir corriendo, alejándome de él. Había aprendido su lección, y antes que nada la apliqué contra él, contra mí mismo, contra media docena de churros envenenados.