martes, 26 de junio de 2012

Wind me up

-Me rechazó, y yo sentí como si nadara nadara en lava.
Yo le sostuve la mirada unos segundos y negué con la cabeza.
-Vos no sabés nadar.
Otra vez dijo:
-Las tres me miraban y sentía que piloteaba un avión sin alas.
-Pero no sabés pilotear ni un avión con alas -observé.
Al tiempo me confesó:
-Hablar con vos es como tirar piedras contra una pared y esperar que rebote y te pegue en la frente.
Lo miré un momento, busqué una piedra en la vereda y la tiré contra la pared. La piedra rebotó hacia un costado y se perdió entre los arbustos.
-Sí... -murmuré, volviendo con él-. Creo que esta vez te entiendo.

domingo, 17 de junio de 2012

Lluvia negra, patio dálmata

Llueve brea sobre el patio. Las palomas se encuervizan, las rosas se marchitan, las macetas pobrecitas. El cable de la luz, que cruza el cielo en diagonal, no soporta más el viento y se encabrita. ¿Qué será del zorzal con esta brea? ¿Qué le dirá el gorrión a la palmera? En su nido se ahogan los pichones, en su panza le dan vueltas los rencores. El murciélago del alero escucha la lluvia y escucha el viento, el murciélago tiene un poeta y tiene el tiempo.

martes, 12 de junio de 2012

En la corte de Antropquía

En la corte de Antropquía hay un Bufón Real y un Antibufón Real. El Bufón Real se encarga de animar las fiestas y los momentos de ocio, parodiando y burlándose de los nobles de la corte, del clero, del personaje del momento, del propio príncipe y de sí mismo. Es un bufón como cualquier otro bufón, pero tiene prohibido una cosa: burlarse del Antibufón. El Antibufón Real es un enano maltrecho, asmático enfermo y jorobado, que oculta su cara con una capucha verde y negra y que viste todo el año de luto. Acompaña al príncipe vaya donde vaya, moviéndose con torpeza detrás de él en los paseos, abrazándose a su cintura en las salidas de caza, pegándose a sus piernas durante las reuniones, comiendo debajo de su silla en los banquetes, sentándose a upa suyo durante las celebraciones religiosas. La tarea del Antibufón es esa: recordarle todo el tiempo al príncipe que hay motivos por los cuales debe preocuparse y estar triste, que siempre hay una necesidad insatisfecha, que toda felicidad va a pasar en un instante. Y este Antibufón Real no necesita ya siquiera susurrarle al oído cosas nefastas y deprimentes, le basta con seguirlo, ser su sombra, respirarle cerca y, todas las noches, mostrarle su horrible rostro sin la capucha antes de dormir.

Dos Zezés

Son esas cosas que uno tiene dando vueltas por la cabeza y que salen a flote ante distintas situaciones, y son las que tal vez determinan con mayor imprecisión quiénes somos en verdad. Hoy iba en el 132 llegando a Once, era el primero en la cola para bajar por la primera puerta y atrás mío se amontonaban las personas. En eso, justo antes de que el colectivo arrancara, vemos a dos nenes de entre ocho y once años que corren rápido, saltan con agilidad cayendo en la parte externa de la plataforma de la puerta, y se sostienen como monitos. Hacen dos cuadras así, colgados en el exterior del 132, riéndose de todo, riéndose del viento frío por más que solo tenían unas remeritas agujereadas, riéndose con los dientes apretados para no dejar caer los puchos sucios que les llenan de humo los ojos, riéndose con sus caritas marcadas, riéndose con sus bracitos flacos y duros, riéndose de su travesura.
Qué barbaridad tan chiquitos y fumando, qué barbaridad la irresponsabilidad, qué barbaridad estos delincuentes, escucho que dicen las viejas, las jóvenes y los flacos que están atrás mío. ¿Y yo por qué sonrío? Sólo pienso que esos nenes están haciendo el murciélago en el colectivo como hacía Zezé en el auto del Portuga, y por más que hago fuerza no puedo ver lo que ve la gente que está atrás mío: no veo a dos rochitos ni a dos droguis ni a dos lacras sociales, veo a dos nenes divirtiéndose como pueden en una ciudad que los odia, veo a dos nenes que tal vez, en una de esas, tienen más cosas en común con Zezé que ese momento de juego. Y mientras camino hacia Once me pregunto cómo mierda se puede llegar a averiguar eso.

lunes, 11 de junio de 2012

En la corte de Antropquía

En la corte de Antropquía hay un Envenenador Real. Recibe un sueldo más que abultado a cambio de crear venenos sin antídotos y de utilizarlos en los enemigos del príncipe. Otra parte de su trabajo consiste en buscar remedios para la familia real cuando se considera que fueron envenenados, y en obtener una sustancia tan poderosa y secreta con la cual el príncipe podrá, si llega a ser necesario, envenenar al mismo Envenenador Real o a alguno de sus reemplazantes. Nadie en toda la corte ni en todo el reino conoce ni reconoce al Envenenador Real: cuando el príncipe requiere sus servicios, debe presentarse envuelto en un manto negro, con una máscara roja y caminando sobre zancos, y viajar de aquí para allá en una carreta sin ventanas. Tanto secreto y discreción hay en este asunto que hasta la familia del príncipe, y tal vez el mismo príncipe, temen a cualquier servidor o paje de rostro desconocido que entra a servir en el palacio y se comporta de forma sospechosa, o prudente, o suelta, o reservada, o natural, o respetuosa, o como sea.

11 (once)

Existen (y en algún momento vas a tener que estudiarlas) muchas formas de clasificar los números. Naturales, Reales (fijate que van todas con mayúscula), Imaginarios, Irreales, Etcétera. Pero para mí, que siempre trato de sacar la esencia más simple de las cosas, hay dos grandes grupos: los mayores a diez y los menores a diez. ¿Por qué en relación al diez? No tengo idea, pero por algo todas las civilizaciones (al menos las occidentales creo) usaron al diez como la base de toda ordenación numérica, desde los egipcios, los fenicios, los griegos y de ahí para arriba. La respuesta más obvia es que tenemos diez dedos (en las manos), y si hubiéramos tenido seis en cada mano hablaríamos todo en docenas y los números romanos hubieran sido más complicados. Pero qué sé yo.
A todo esto, a mí me interesa el once. Es el primer número (Natural) del gran grupo, el grupo extenso, infinito, de números que le siguen al diez. El primero. Tiene tanta importancia a su grupo como el uno lo tiene al de los previos al diez. ¿Pero qué es el once? ¿Alguien lo reconoce, alguien le da toda su valía, alguien lo reconoce como distinto a los demás? Un paso adentro y estaría junto a la élite, tranquilamente uno podría decir "si adivinás qué número del uno al once estoy pensando...". Pero no, el once soportó durante toda su existencia ser considerado un secundón, uno más del montón, habiendo nacido tan cerca de los números pioneros, como si fuera el primogénito bastardo de un rey. Nadie lo considera especial... Me pregunto cuántos seremos, en todo el mundo y en toda la Historia, los que elegimos al once como número preferido.

sábado, 9 de junio de 2012

En la corte de Antropquía

En la corte de Antropquía hay una Escuela Real de Dobles Reales. Es un pequeño edificio anexo al Palacio, y tiene el doble de seguridad que éste. Tiene una única entrada principal, no tiene ventanas y está llena de pasadizos secretos que conducen a las habitaciones más significativas del Palacio. El príncipe y su familia no conocen a quienes viven en la Escuela Real de Dobles Reales, pero los Dobles Reales, desde que ingresan a ella, dedican toda su vida con devoción a conocer a la familia real. Tienen cientos de hermosos retratos; leen diariamente montones de informes sobre ellos, sus acciones, las decisiones que toman, los rumores que se esparcen; conocen de memoria, mejor que ellos mismos, sus biografías; compiten con imitaciones de esa gente a la que nunca vieron; aguardan con ansiedad el día en que serán llamados, tal vez con urgencia, tal vez con planeada anticipación, a asumir su rol, tal vez para distraer a un embajador mientras el príncipe sale de trampa, tal vez para ir a una guerra, tal vez para ir a caer en una trampa de los conspiradores, tal vez para ir a la misa dominical. Y nadie está seguro del todo, pero se habla tan bien de la Escuela Real de Dobles Reales, que nadie en la familia está seguro de si sus parientes son los reales o los doblados, y nadie en toda la corte sabe si el príncipe sigue siendo el príncipe, o si el príncipe murió aquella vez de la fiebre y el mejor de los imitadores tomó su lugar.

Sentado en la ribera solo solo

No te queda bien el maquillaje, así que no te pintes sin espejo. Recordá el invierno: el frío que te partió los labios, el viento que enfrió tus piernas, ¿qué es hoy? En la memoria no hay frío que valga la pena, en el pasado no hay nada que me detenga. Yo no abandono lo que tengo pero tampoco lo juego, no sigo más reglas que las del impulso reprimido, la triste indecisión, la intriga obvia, el pan comido. Dulce palomita sobre el cable ve el amanecer, ¿por qué no volvés al nido? La bruma se despeja, el cielo vuelve turquesa, el viento helado te vuelve a enfriar las piernas. No hay nada para esperar, sólo muchas cosas para ceder y empujar. No te maquilles que el ojo no ve el polvo de color: las manos sienten la carne, el olfato huele la piel, la boca extraña tu sabor.

En la corte de Antropquía

En la corte de Antropquía hay un Duelista Real. Es quien pelea cada vez que algún noble desairado, traicionado, embaucado, cuerneado, estafado, ambicioso o aburrido decide retar a duelo al príncipe. El Duelista Real goza de muchos placeres en el palacio o donde fuera, pero jamás le es concedida una entrevista personal con el príncipe, jamás se hablan en privado ni en público, se sientan en puntas opuestas en los banquetes, nunca se aproximan durante los bailes. El Duelista Real suele ser el mejor espadachín y pistolero del reino, y existen dos formas de elegirlo: cuando el Duelista precedente muere de muerte natural, se convoca a torneo y el ganador obtiene el título; cuando el Duelista muere en un duelo, quien lo mató obtiene automáticamente el título, y pasa de retador desairado, traicionado, o embaucado, a ser el nuevo Duelista Real,  que goza de muchas comodidades en la corte pero que jamás se acerca al príncipe.

El gigante bueno

Carlos era un gigante bueno y vivía en un gran parque al lado del pueblo. Era alto como un pino y le gustaba jugar con los nenes del pueblo antes de comérselos. Las madres lo conocían como Carlos el Buenote, porque en invierno se lo veía ir de acá para allá, rompiendo ventanas, soplando por las chimeneas para apagar el fuego, comiéndose al ganado, tapando las puertas con nieve y haciendo mil otras bondades. En verano, en cambio, cuando el calor pesaba más fuerte, Carlos se echaba a dormir durante días enteros. Igual, como era de espíritu simple y alma cálida, no se importaba que alguien con algún problema fuera a despertarlo para pedirle ayuda o consejo: el gigante Carlos inmediatamente se despabilaba para escucharlo, devorarlo  y volver a dormir. Todo el mundo comentaba la suerte que tenía fulano por de caer en una de sus trampas, la suerte de mengano por perder todas sus cosas, la suerte de sultano por haber sido torturado en la cueva del gigante. Incluso gente de otros pueblos y países oían hablar de Carlos, el gigante bueno, y aprovechaban sus vacaciones para ir a conocerlo. Y si llegaban a conocer su desmedida generosidad, nunca más regresaban.