sábado, 17 de octubre de 2015

Condición humana LXII

Esas noches de verano en que se corta la luz, sabés como son, ¿no? Hizo calor todo el día, el aire acondicionado no dio a basto, y vos estás ahí esperando que pase de un momento a otro. Esta vez, la luz se cortó a eso de las siete. Tuve bastante suerte. El sol ya no pegaba a pleno pero seguía insoportable. Leía uno de Murakami en mi silla de lona, con los caños dejándome las piernas insensibles y los pies metidos en la palangana más grande que hay en casa.
Al hacerse de noche quise seguir leyendo, así que prendí una vela. Fui a pedir una pizza por teléfono, y al volver acerqué la mesita de cemento vieja que uso para sostener macetas, las regué, y dejé la vela ahí arriba. Apenas alcanzaba para seguir leyendo, pero era eso o morir de aburrimiento hasta que llegara la pizza.
-Libro interesante -escuché entonces, a los cinco minutos de haber retomado la lectura-. ¿Fue escrito en español o está traducido?
La voz venía de arriba de la mesita de cemento. La luz de la vela le creaba un filtro cálido a las capas de pintura que habían ido desapareciendo de a poco, y las gotitas de agua sobre las macetas de las plantas reflejaban diminutos puntos luminosos.
-Touko no es un nombre argentino, ¿no Juan?
-No. Es japonés.
La llamita de la vela parpadeó apenas, como asintiendo. Y volvió su vista al libro.
-¿De qué trata? -me preguntó, y la noté mortalmente interesada-. Sólo por lo que pude leer en esta página parece un libro interesante. ¿Es una historia de verdad?
-No, es ficción -dije, pensando bien mi respuesta como si tuviera que explicarle algo complejo a un nene, aunque en realidad tenía que explicarme algo complejo a mí mismo-. Es básicamente una historia que retrata cómo un hombre puede desperdiciar años de su vida por malinterpretar señales de afecto.
La llamita de la vela volvió a asentir. Después me miró.
-¿Te pasa lo mismo a vos?
Tomado por sorpresa, cerré el libro y me reacomodé en la silla de lona, sintiendo que las piernas se empezaban a desentumecer.
-Creo que le pasa a la mayor parte de la gente. ¿Por qué preguntás?
-No sé. Creo que tuve suerte de que me usaras vos, alguien que lee. La mayoría de las velas son usadas para reuniones o cosas aburridas. Y esta vez mi única vida, ¿sabés? Me pareció mejor aprovecharla en algo importante, como conocerte un poco mejor.
-¿Morís cuando te apagás?
-Creo que cuando me consuma del todo... ¿Vas a seguir leyendo?
-¿Vos querés seguir leyendo?
-No voy a poder terminar el libro. No sé si quiero eso.
-Te puedo apagar y volver a prenderte cuando ya lo haya leído, así te cuento cómo es.
-¿Y si me apagás, cómo vas a hacer a leer?
-Prendo otra vela.
-Sería lo mismo que dejarme prendida a mí. Tal vez no todas las velas sean charlatanas y contemplativas como yo, pero todas tenemos una vida, igual que yo.
-Nunca había pensado en eso.
-No es tu culpa...
-¿Hay algo que quisieras hacer antes de consumirte del todo?
-¡Me gustaría prender otra vela! -contestó, entusiasmada como un nene que pide su regalo de cumpleaños-. ¿Me prometés que me vas a usar para prender otra vela antes de morir?
-Por supuesto. Tengo tres más, podés elegir la que más te guste.
-Da igual... Sólo hacelo cuando me quede poquito, ¿sí?
-Ok.
-Pero no me digas hasta entonces. No me veo a mí misma, ¿sabés? Si no me decís cuánto me queda, no me preocupo por eso.
-Como pidas.
-¿Seguimos leyendo?
-Bueno.
-¿Podés leer en voz alta?
-Eh, ok. Mmm... Hace mucho que no lo hacía, capaz sueno lento.
-No importa.
-Y en un rato va a llegar la pizza.
-¡Uh, pizza! Me gustaría sentir el olorcito de una pizza antes de morir. ¿De qué pediste?
-Mmm. Una de muzza con jamón.
-¿Comés eso habitualmente?
-Sí.
-¿Y no hay nada en esa pizzería que nunca hayas probado?
-Sí, algunas. No me gustan.
-Podrías probarlas igual. La próxima vez. Tal vez huelan rico.
Hubo una pausa en la que una bricita hizo temblar a la llama.
-No pasa nada... Bueno, ¿queré empezar?
Y seguí leyendo a Murakami en voz alta hasta que llegó la pizza. Abrí la caja sobre la mesita de cemento y la vela pareció encantada. Le llamo la atención la forma en que se estiraba la muzzarella. Charlamos un poco más sobre la novela mientras comía, y le terminé contando de la chica del trabajo que me gustaba. Terminé de comer pero no volví a tocar la novela, sino que me puse a contarle cómo era mi rutina para llegar a la oficina. Y después de eso me paré sin decir nada, fui al cajón donde estaban las otras tres velas, y al verme, la velita sonrió.
-Ya me parecía -dijo, inclinándose mientras la usaba para prender la otra vela-. Fue un buen rato. Gracias.
Y puse la nueva vela en su lugar. Expiró con un suspiro y una última bocanada de humito. La nueva vela no me habló, así que continué con mi lectura silenciosa de Murakami.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Demonios borrachos

Bailo porque bailando se emborrachan demonios. Bailo porque cuando no bailo me atrapa una silla de ruedas. Bailo porque al bailar se hace un mundo más hermoso.
Escribo porque escribiendo purgo mi pasado. Escribo porque cuando no escribo tatúo historias mudas en las circunvalaciones de mi cerebro. Escribo porque al escribir pinto con los colores de tu imaginación.
Toco el ukulele porque todo tiene un límite. Toco el ukulele porque está bueno de tanto en tanto no tener pretensiones. Toco el ukulele porque es fácil tocarlo.

Servicio de correos

Es común que en un país tan grande las personas sientan pereza de desplazarse. Te enseñan en la escuela que pertenecés a un territorio enorme y qué cosas destacables hay en cada rincón de ese territorio. Y crecés confinado a un embrollo de calles y creés conocerlo todo, y disponer de tiempo y paciencia para ver personalmente todo lo que viste en pinturitas durante la primaria, y ver todo lo que no te enseñaron, parece cosa de locos. Un lujo excéntrico.
¿Mi confesión? Pertenezco a esos perezosos. Además lucho día a día sumando mentalmente las monedas que se me fueron acumulando en la billetera, y los ahorros para un viaje vienen muy atrás de la hipoteca, la fundación, los préstamos. Sé que no voy a viajar nunca.
Pero conozco curiosidades sobre mi país. Cosas que quizás nadie más conozca. Para empezar, sé cómo está organizado el correo. Mi bisabuelo (o el papá de la mamá de mi papá) fue quien lo organizó así. No es simple, la verdad, crear una red postal que abarque tanto, un país que es un continente en sí mismo. Una red que vence cordilleras eternamente heladas, miles de kilómetros de costas abruptas y acantilados, una red que penetra selvas hasta las más recónditas aldeas, una red que cruza ríos que se tornan salvajes en primavera y que cruza pantanos que parecen no tener fin.
Tengo un mapa en mi habitación, con la caligrafía de mi bisabuelo y el dibujo de su asistente, que detalla con quince colores distintos cada punto estratégico: ciudades principales, ciudades satélite, pueblos aledaños, pueblos satélites, asentamientos, asentamientos satélites, postas, caseríos, paradas, puntas de camino. Y cada lugar tiene su oficina de correos. Y cada oficina de correos, su propio sello. Único.
Yo los colecciono. Porque no sólo conozco la jerarquía del sistema y su funcionamiento, sino que conozco además sus puntos débiles. Puedo predecir, con bastante certeza, el destino de mis cartas. Cartas que no envío a nadie sino a mí mismo, cartas que lanzo como un búmeran.
Pliego varios papeles en blanco, los meto en un sobre elegante, pongo como remitente uno de mis cinco buzones privados, y escribo, con premeditada maldad, una dirección imaginaria, un destinatario inexistente, pero cuya composición imprecisa, de letras que pueden ser leídas de una u otra forma, abre un mundo infinito de posibilidades.
Las cartas enviadas por correo económico tardan diez días en cruzar el país de punta a punta y atraviesan, como mínimo, quince oficinas de correo. Así que cuando esa carta cruzó todo el país y un confundido cartero revisa número por número, calle por calle, aquella dirección con múltiples interpretaciones, y vuelve a cruzar de costa a costa, de una montaña a otra, de un oasis a una isla alejada al Sur, aquel sobre inocente se cubre con otros diez o doce sellos. Únicos. Y si tengo suerte, la carta sigue el camino de las conjeturas, trazando zigzags sobre tierras yermas y plantaciones de arroz que se cubren de mariposas amarillas en verano, carreteras rectas ocultas por tormentas de arena y vías de tren que comen túneles en las panzas de montañas demasiado altas para cualquier automóvil.
Cuando una de estas cartas vuelve a mí, después de un mes, tal vez un mes y medio, o incluso cinco, puedo oler en su papel el olor de la aventura, de las cien bolsas de arpillera que la albergaron, los bolsos de los carteros, las cestas en los barcos. Puedo leer en la impresión de cada sello el ánimo, ya sea tedioso, violento, divertido, de cada mano que lo empuñaba. Puedo imaginar a aquellos carteros que, seguros de su conocimiento sobre el sistema de correos del país entero, deducen el verdadero destino de aquel sobre y allá lo envían, satisfechos de sí mismos. Y puedo ver la cara de aquel pobre funcionario que, desconcertado, viendo aquel papel tatuado por todos lados, acribillado a tintazos, decide retornarlo al que cree será un frustrado remitente.
Yo no viajo por mi país, pero sí lo hacen mis cartas en blanco. A cada una la atesoro como si realmente me hubiera contado cada detalle de su idílico viaje. Cada cara que vio en el camino, cada fenómeno celestial, cada noche que se arrugó pasando frío.
Sé que el sistema de correos creado por mi bisabuelo es bueno, porque todas mis cartas vuelven. Incluso la del barco en Bahía Grande que naufragó hace siete inviernos. Y la satisfacción, el orgullo que siento cada vez que encuentro en uno de mis buzones privados uno de mis sobres fatigados, alegre, cuento mentalmente las monedas en mi billetera y deslizo un dedo por los sitos más oscuros de aquel mapa que cuelga en mi habitación, pensando a dónde sacaré el próximo pasaje para mis papeles sin escribir.