viernes, 20 de julio de 2012

Good Luck Cheewee

Si la belleza de la vida es una emoción, pobres aquellos que se resguardan en sus rutinas vacías de imprevistos, y pobres de aquellos cuya rutina les exige encontrar mil emociones diarias, porque el hartazgo mata tanto como el aburrimiento. En cambio los que toleran la rutina de la vida trabajando con la mente clara en pos de una emoción liberadora, serán felices, porque no hay nada que pueda detenerlos, nada que pueda desanimarlos, nada que pueda bajarlos, nada que pueda cerrarles un sueño que se hace poco a poco realidad.

martes, 3 de julio de 2012

El enanito de las escaleras

Tenía que llegar a las cinco y salí a las tres, calculándole media hora de tiempo muerto entre transportes. El colectivo tardó esa media hora en llegar, y vino con otros dos juntitos. El que yo abordé fue el más lento de todos, el que se comía todos los semáforos, el que esperaba a la viejita que lo paraba desde lejos. El tren se detuvo veinte minutos en Liniers. Al primer subte no me pude subir por el choclo de gente que había adentro, al segundo me subí a lo suicida. En la combinación con estuve esperando más de diez minutos aunque la tele anunciaba que todo andaba con normalidad y en los horarios habituales.
Cuando corría las cinco cuadras porque estaba llegando una hora tarde, tuve la desgracia de que una mujer que caminaba a lo boludo se interpusiera en mi camino perfectamente zigzagueado y no pude evitar tocarle el hombro con mi codo al pasar. "¿Qué estamos apurados?" me dijo la idiota, y me hubiera detenido a detallarle mi odisea sólo para rematar: "Sí, pelotuda, a veces cuando uno corre es porque está apurado y no porque se haya quedado dormido sino porque el transporte es una reverenda verga". Pero estaba llegando tarde así que le hice fuckyou con el dedo mientras cruzaba Florida.
Llegué al edificio sin animarme a mirar el reloj y vi que gracias a Dios la escalera mecánica estaba vacía (porque generalmente tengo que bajar por la escalera normal para hacer más rápido y no quedarme atascado). Sin embargo un gordito de traje, un judío chiquitito, pelado y con su gorrito y anteojos de telescopio, se puso adelante mío en la escalera mecánica y, evidentemente sin verme y creyéndose el único en la escalera mecánica, estiró sus dos bracitos regordetes (luciendo amplias aureolas de chivo en los sobacos), se aferró de los dos bordes de la escalera y fue bajando escalón por escalón, así como lo haría un nene que recién empieza a caminar, estirando la pata y dejándola caer, estirando la otra pata y dejándola caer. Lo hacía con emoción, podía verle la carita de contento, mordiéndose el labio inferior, chorreando transpiración, como si en verdad se preguntara si su pie iba a caer en el peldaño correcto la próxima vez.
Y ahí estaba yo después de tres horas de viaje, inmóvil atrás de un gordito de triste vida que hace niñadas cuando se cree solo, aguantándome las ganas de darle un empujón y seguir bajando, aguantándome las ganas de imitarlo sólo por tener en mi cara la misma emoción que él tenía en ese momento.