sábado, 5 de diciembre de 2015

Una regla sola

Descubrir
que hay una regla sola:
la que importa
y se esconde
entre otras.
Es vivir.

sábado, 17 de octubre de 2015

Condición humana LXII

Esas noches de verano en que se corta la luz, sabés como son, ¿no? Hizo calor todo el día, el aire acondicionado no dio a basto, y vos estás ahí esperando que pase de un momento a otro. Esta vez, la luz se cortó a eso de las siete. Tuve bastante suerte. El sol ya no pegaba a pleno pero seguía insoportable. Leía uno de Murakami en mi silla de lona, con los caños dejándome las piernas insensibles y los pies metidos en la palangana más grande que hay en casa.
Al hacerse de noche quise seguir leyendo, así que prendí una vela. Fui a pedir una pizza por teléfono, y al volver acerqué la mesita de cemento vieja que uso para sostener macetas, las regué, y dejé la vela ahí arriba. Apenas alcanzaba para seguir leyendo, pero era eso o morir de aburrimiento hasta que llegara la pizza.
-Libro interesante -escuché entonces, a los cinco minutos de haber retomado la lectura-. ¿Fue escrito en español o está traducido?
La voz venía de arriba de la mesita de cemento. La luz de la vela le creaba un filtro cálido a las capas de pintura que habían ido desapareciendo de a poco, y las gotitas de agua sobre las macetas de las plantas reflejaban diminutos puntos luminosos.
-Touko no es un nombre argentino, ¿no Juan?
-No. Es japonés.
La llamita de la vela parpadeó apenas, como asintiendo. Y volvió su vista al libro.
-¿De qué trata? -me preguntó, y la noté mortalmente interesada-. Sólo por lo que pude leer en esta página parece un libro interesante. ¿Es una historia de verdad?
-No, es ficción -dije, pensando bien mi respuesta como si tuviera que explicarle algo complejo a un nene, aunque en realidad tenía que explicarme algo complejo a mí mismo-. Es básicamente una historia que retrata cómo un hombre puede desperdiciar años de su vida por malinterpretar señales de afecto.
La llamita de la vela volvió a asentir. Después me miró.
-¿Te pasa lo mismo a vos?
Tomado por sorpresa, cerré el libro y me reacomodé en la silla de lona, sintiendo que las piernas se empezaban a desentumecer.
-Creo que le pasa a la mayor parte de la gente. ¿Por qué preguntás?
-No sé. Creo que tuve suerte de que me usaras vos, alguien que lee. La mayoría de las velas son usadas para reuniones o cosas aburridas. Y esta vez mi única vida, ¿sabés? Me pareció mejor aprovecharla en algo importante, como conocerte un poco mejor.
-¿Morís cuando te apagás?
-Creo que cuando me consuma del todo... ¿Vas a seguir leyendo?
-¿Vos querés seguir leyendo?
-No voy a poder terminar el libro. No sé si quiero eso.
-Te puedo apagar y volver a prenderte cuando ya lo haya leído, así te cuento cómo es.
-¿Y si me apagás, cómo vas a hacer a leer?
-Prendo otra vela.
-Sería lo mismo que dejarme prendida a mí. Tal vez no todas las velas sean charlatanas y contemplativas como yo, pero todas tenemos una vida, igual que yo.
-Nunca había pensado en eso.
-No es tu culpa...
-¿Hay algo que quisieras hacer antes de consumirte del todo?
-¡Me gustaría prender otra vela! -contestó, entusiasmada como un nene que pide su regalo de cumpleaños-. ¿Me prometés que me vas a usar para prender otra vela antes de morir?
-Por supuesto. Tengo tres más, podés elegir la que más te guste.
-Da igual... Sólo hacelo cuando me quede poquito, ¿sí?
-Ok.
-Pero no me digas hasta entonces. No me veo a mí misma, ¿sabés? Si no me decís cuánto me queda, no me preocupo por eso.
-Como pidas.
-¿Seguimos leyendo?
-Bueno.
-¿Podés leer en voz alta?
-Eh, ok. Mmm... Hace mucho que no lo hacía, capaz sueno lento.
-No importa.
-Y en un rato va a llegar la pizza.
-¡Uh, pizza! Me gustaría sentir el olorcito de una pizza antes de morir. ¿De qué pediste?
-Mmm. Una de muzza con jamón.
-¿Comés eso habitualmente?
-Sí.
-¿Y no hay nada en esa pizzería que nunca hayas probado?
-Sí, algunas. No me gustan.
-Podrías probarlas igual. La próxima vez. Tal vez huelan rico.
Hubo una pausa en la que una bricita hizo temblar a la llama.
-No pasa nada... Bueno, ¿queré empezar?
Y seguí leyendo a Murakami en voz alta hasta que llegó la pizza. Abrí la caja sobre la mesita de cemento y la vela pareció encantada. Le llamo la atención la forma en que se estiraba la muzzarella. Charlamos un poco más sobre la novela mientras comía, y le terminé contando de la chica del trabajo que me gustaba. Terminé de comer pero no volví a tocar la novela, sino que me puse a contarle cómo era mi rutina para llegar a la oficina. Y después de eso me paré sin decir nada, fui al cajón donde estaban las otras tres velas, y al verme, la velita sonrió.
-Ya me parecía -dijo, inclinándose mientras la usaba para prender la otra vela-. Fue un buen rato. Gracias.
Y puse la nueva vela en su lugar. Expiró con un suspiro y una última bocanada de humito. La nueva vela no me habló, así que continué con mi lectura silenciosa de Murakami.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Demonios borrachos

Bailo porque bailando se emborrachan demonios. Bailo porque cuando no bailo me atrapa una silla de ruedas. Bailo porque al bailar se hace un mundo más hermoso.
Escribo porque escribiendo purgo mi pasado. Escribo porque cuando no escribo tatúo historias mudas en las circunvalaciones de mi cerebro. Escribo porque al escribir pinto con los colores de tu imaginación.
Toco el ukulele porque todo tiene un límite. Toco el ukulele porque está bueno de tanto en tanto no tener pretensiones. Toco el ukulele porque es fácil tocarlo.

Servicio de correos

Es común que en un país tan grande las personas sientan pereza de desplazarse. Te enseñan en la escuela que pertenecés a un territorio enorme y qué cosas destacables hay en cada rincón de ese territorio. Y crecés confinado a un embrollo de calles y creés conocerlo todo, y disponer de tiempo y paciencia para ver personalmente todo lo que viste en pinturitas durante la primaria, y ver todo lo que no te enseñaron, parece cosa de locos. Un lujo excéntrico.
¿Mi confesión? Pertenezco a esos perezosos. Además lucho día a día sumando mentalmente las monedas que se me fueron acumulando en la billetera, y los ahorros para un viaje vienen muy atrás de la hipoteca, la fundación, los préstamos. Sé que no voy a viajar nunca.
Pero conozco curiosidades sobre mi país. Cosas que quizás nadie más conozca. Para empezar, sé cómo está organizado el correo. Mi bisabuelo (o el papá de la mamá de mi papá) fue quien lo organizó así. No es simple, la verdad, crear una red postal que abarque tanto, un país que es un continente en sí mismo. Una red que vence cordilleras eternamente heladas, miles de kilómetros de costas abruptas y acantilados, una red que penetra selvas hasta las más recónditas aldeas, una red que cruza ríos que se tornan salvajes en primavera y que cruza pantanos que parecen no tener fin.
Tengo un mapa en mi habitación, con la caligrafía de mi bisabuelo y el dibujo de su asistente, que detalla con quince colores distintos cada punto estratégico: ciudades principales, ciudades satélite, pueblos aledaños, pueblos satélites, asentamientos, asentamientos satélites, postas, caseríos, paradas, puntas de camino. Y cada lugar tiene su oficina de correos. Y cada oficina de correos, su propio sello. Único.
Yo los colecciono. Porque no sólo conozco la jerarquía del sistema y su funcionamiento, sino que conozco además sus puntos débiles. Puedo predecir, con bastante certeza, el destino de mis cartas. Cartas que no envío a nadie sino a mí mismo, cartas que lanzo como un búmeran.
Pliego varios papeles en blanco, los meto en un sobre elegante, pongo como remitente uno de mis cinco buzones privados, y escribo, con premeditada maldad, una dirección imaginaria, un destinatario inexistente, pero cuya composición imprecisa, de letras que pueden ser leídas de una u otra forma, abre un mundo infinito de posibilidades.
Las cartas enviadas por correo económico tardan diez días en cruzar el país de punta a punta y atraviesan, como mínimo, quince oficinas de correo. Así que cuando esa carta cruzó todo el país y un confundido cartero revisa número por número, calle por calle, aquella dirección con múltiples interpretaciones, y vuelve a cruzar de costa a costa, de una montaña a otra, de un oasis a una isla alejada al Sur, aquel sobre inocente se cubre con otros diez o doce sellos. Únicos. Y si tengo suerte, la carta sigue el camino de las conjeturas, trazando zigzags sobre tierras yermas y plantaciones de arroz que se cubren de mariposas amarillas en verano, carreteras rectas ocultas por tormentas de arena y vías de tren que comen túneles en las panzas de montañas demasiado altas para cualquier automóvil.
Cuando una de estas cartas vuelve a mí, después de un mes, tal vez un mes y medio, o incluso cinco, puedo oler en su papel el olor de la aventura, de las cien bolsas de arpillera que la albergaron, los bolsos de los carteros, las cestas en los barcos. Puedo leer en la impresión de cada sello el ánimo, ya sea tedioso, violento, divertido, de cada mano que lo empuñaba. Puedo imaginar a aquellos carteros que, seguros de su conocimiento sobre el sistema de correos del país entero, deducen el verdadero destino de aquel sobre y allá lo envían, satisfechos de sí mismos. Y puedo ver la cara de aquel pobre funcionario que, desconcertado, viendo aquel papel tatuado por todos lados, acribillado a tintazos, decide retornarlo al que cree será un frustrado remitente.
Yo no viajo por mi país, pero sí lo hacen mis cartas en blanco. A cada una la atesoro como si realmente me hubiera contado cada detalle de su idílico viaje. Cada cara que vio en el camino, cada fenómeno celestial, cada noche que se arrugó pasando frío.
Sé que el sistema de correos creado por mi bisabuelo es bueno, porque todas mis cartas vuelven. Incluso la del barco en Bahía Grande que naufragó hace siete inviernos. Y la satisfacción, el orgullo que siento cada vez que encuentro en uno de mis buzones privados uno de mis sobres fatigados, alegre, cuento mentalmente las monedas en mi billetera y deslizo un dedo por los sitos más oscuros de aquel mapa que cuelga en mi habitación, pensando a dónde sacaré el próximo pasaje para mis papeles sin escribir.

martes, 18 de agosto de 2015

La excavadora

Hubo un momento en que trabajé en construcción. Me fascinaron las excavadoras mecánicas. Son enormes, son maleables, son poderosas. Un simple desliz y destruís todo. Por eso los que las manejan viven con cara de extrema concentración y atención, cejas levantadas, párpados sin descanso. Un día un canadiense me dejó manejar su excavadora y me dio como consejo no tenerle miedo. Como todo, me dijo, aprendés a los golpes, rompiendo cosas. Pero si no te animás a hacerlo, nunca vas a aprender. Y me quedé pensando, ahí en el asiento de la excavadora, con las manos sobre los controles (manos que si movía unos centímetros podían derribar paredes). Uno va manejando por su vida de la misma forma, cada movimiento que hacemos, cada decisión, tiene enormes consecuencias. Generalmente las evitamos y las ignoramos, cuando en realidad tenemos siempre una gran potencia y una gran capacidad destructora. ¿Por qué reprimirlas? Te pagan por hacer bien tu trabajo con una excavadora, pero nadie nos paga un sueldo por vivir.

jueves, 30 de julio de 2015

Antes de irme

Llegó el día de despedirnos. El tiempo que tuvimos hasta hoy lo invertí completo en tu cariño, porque te amo con el significado más vivo de las palabras. Porque nunca te voy a dejar de amar. Porque nunca voy a falsificar lo que no sé ni cómo explicar.
Ahora me voy a otro lugar del mundo y se me tiembla el alma. Pero no me voy sin rumbo, porque tengo un plan. Y consiste en llevarme un poquito de vos vaya donde vaya, para que la gente que conozca te conozca también a vos, para que los lugares por los que pasee hereden un poquito de tu perfume. Yo voy a contarle, a cada persona que me cruce, esas que me pregunten de mi vida y de Argentina, y a los que yo le pregunte también de sus vidas; a cada una de esas personas, sean de donde sean y hablen el idioma que hablen, les voy a contar que dejé, acá en Argentina, acá en esta ciudad, una mujer hermosa; la persona más linda, la persona más alegre y fuerte y auténtica que conoció la vida; la siempre arriba, la maravillosa, la dueña de todo lo que tiene mi nombre, la que esconde, sin saber dónde, mi felicidad. Y así, así es que te voy a hacer famosa, por donde sea que pase. Ciudades y aldeas y países tropicales y ricos y pobres van a querer venir a la Argentina por el tango, por la Patagonia, por el Papa, por Maradona, y por vos. Estoy seguro que te van a buscar en Google y que alguno va a buscarte para contarte que un loquito enamorado cuenta cosas lindas de vos allá, en otra parte, y que le brillaban los ojos con una lucecita.
Y así pueden pasar muchos años. Eventualmente voy a volver, y cuando vuelva voy a ver a mis papás, a mis sobrinos, a mi abuela si todavía vive, a mis amigos. Y después voy a venir a tocarte timbre en esta ciudad, o en la ciudad donde sea que tengas un timbre. Y si estás trabajando voy a esperar todo el día en la esquina, y cuando vuelvas te voy a invitar a tomar algo, y a charlar. Si en ese momento de tu vida estás soltera (viuda o divorciada) te voy a invitar a salir también al día siguiente y al otro y al otro. Si estás en pareja, comprometida o casada, te voy a invitar a dejarlo todo, así como yo hice una vez, para que huyas conmigo. Si tenés hijos para ese entonces, están incluidos. ¡A correr juntos, que ninguna distancia es la gran cosa!
Y cuando me digas que no, yo voy a reír, posiblemente fuerte, te voy a contar alguna historia de algún lugar al que fui, para distraerte, me voy a despedir, me voy a ir hasta mañana. Pero voy a volver a partir, con un nuevo plan para, dentro de muchos años, volver a verte.
Porque nunca te voy a dejar de querer. Porque nunca voy a dejar de amar. Porque nunca voy a poder falsificar lo que no sé ni cómo explicar. Y es que te amo, nomás.

martes, 19 de mayo de 2015

Esas nubes que fueron salvajes

Estábamos en silencio desde hacía un rato largo, los dos sentados en el pasto de la colina de atrás del colegio abandonado, la que da al mar. De reojo, porque no quería quebrar la atmósfera delicada de aquel atardecer, contemplé la línea de su perfil: la simpleza de su frente; el globo del ojo y los párpados; los pómulos casi ocultos bajo la piel; la nariz un poquito respingada; los labios delgados: el mentón que siempre se asomaba, curioso. Y bajé por su cuello, que siempre me parecía demasiado frágil, el hombro encorvado hacia adelante y el brazo estirado, en diagonal, que terminaba en una mano blanca, de venitas verdes y dedos como exquicitos palitos de bambú.
Y el pasto que se asomaba entre sus dedos estirados, pasto Verde Pat #356 C, de siete centímetros de alto, cada brizna terminada en una punta de veinticinco grados. Los dos amábamos el pasto de esa colina, con su color y su vista al mar. Ese pasto era distinto al de la plaza del centro o al de nuestras veredas: había sido configurado hacía muchos años y nadie lo había reprogramado. Tenía la magia de lo arcaico, como el edificio de la escuela abandonada.
-Mirá -dijo ella de repente, señalando con su mentón curioso hacia el cielo-, el viento está cambiando.
Vi, efectivamente, que las nubes triangulares que hasta recién indicaban que el aire se movía Este-Oeste, ahora indicaban Sudeste-Noroeste. Cada nube era un triángulo isóceles inmenso muy alto sobre nuestras cabezas, impecable y de contornos netos como un mosaico, y cada nube capturaba, como un pedacito de cerámica, un color del atardecer, cada uno diferente del otro, cubriendo toda la gama desde el naranja al rosa, con una superposición de sombras violetas al final, allá casi perdiéndose en el horizonte.
-Deben estar llevando lluvias a los campos de trigo de Necochea -elucubró, siempre mirando el cielo-. ¿Cuándo creés que llueva por acá?
-No lo sé -contesté. Gracias a ella, yo ya no era de los que consultan la configuración del clima cada mañana-. Cuando veas las nubes volverse cuadradas -filo-bromeé-, lloverá.
Sonrió. Más de una vez nos habían reprendido por no llevar paraguas en un día en que habían programado lluvia. Pero nosotros preferíamos no saber.
-¿Te acordás de esas pinturas que vimos en el Museo de la excursión de la otra vez?
Negué con la cabeza, soltando una risita por la nariz. Durante la visita yo no había visto más que rincones oscuros a los que la arrastraba para darle besos a escondidas. Tenía un muy grato recuerdo del Museo, pero no por lo que almacenaran ahí.
-Hiciste mal. En esa sala donde había pinturas de paisajes antiguos, de todo tipo, ¿no notaste los cielos?
Volví a negar, pero esta vez no reí. Sabía que iba a decir algo importante.
-Los cielos eran tan... impredecibles. Cuadro por cuadro. Eran distintos -Se volvió hacia mí, y vi en sus ojos ese dolor profundo que ya había visto tantas veces, ese dolor de rdida irremediable, de añoranza por todas las cosas que nos habían privado desde siempre-. Una vez, las nubes fueron salvajes. Iban donde querían, tenían la forma que deseaban, llovían y nevaban donde se les antojara, ¡incluso tiraban hielo! Y la gente de esa época aprendía a descifrarlas, de una forma u otra aprendían sobre su comportamiento e intentaban predecirlas... Hoy... -Y vi que con lágrimas miraba otra vez al cielo, y los colores del atardecer se reflejaban convexos en sus ojos enteros-... hoy todo está prediseñado. Las nubes fueron domesticadas, la luna nos muestra siempre la misma cara, las praderas están programadas en cuatro estaciones siempre idénticas, los árboles crecen según se les ordena, toda la fruta tiene el mismo sabor, tamaño y textura, los pájaros cantan las mismas melodías a la misma hora y el pelaje de las mascotas tienen códigos QR...
-Y... ¿no es mejor? -me animé a preguntar-. ¿No es más seguro así?
-Sí, sin duda, es más seguro... -Y vi su mano deslizarse acariciando el pasto, pero súbitamente sus deditos como palitos de bambú se cerraron y arrancaron un mechón a su paso-. Pero daría cualquier cosa por ver una nube volverse salvaje otra vez...
Y con mezcla de temor y admiración, rocé su mano, su brazo, su cuello y la besé, la besé para ser dueño de toda su ansiedad de incertidumbre, para volverme portaestandarte de lo impronosticado.

-¿Sabías que te quiero -susurré mientras le despejaba el pelo de la cara, para besarla mejor- mucho más de lo que me diseñaron para quererte?