jueves, 19 de noviembre de 2020

Bochas versus saquitos

 Hay una diferencia fundamental entre tomar el té en saquitos y tomarlo a la antigua, en hebras metidas en una pelota de metal con agujeritos. El saquito, si lo ponés sobre el agua caliente, flota un rato y se hunde a poco, y si lo ponés en el fondo de la taza ye echás el agua desde arriba, por el contrario, se queda allá abajo, derrotado. La pelota de metal parece tener personalidad, parece estar viva: si la metés en una taza llena de agua va a girar, se va a conmocionar, va a empezar flotando y de repente se hunde. Si le echás agua desde arriba se a batir contra el chorro como una fiera acorralada antes de que sus diminutos orificios se inunden y sucumba bajo el peso del líquido. Un saquito de té lo sacás, lo escurrís y ya está, se termina el trámite. Pero una pelotita de metal va a hacer todo lo posible por retener el té que tiene dentro suyo. Indefectiblemente va a perderlo, y lo hace con un chorrito débil y gesto frustrado. Si en la taza de té ponés un chorro de leche fría, la esfera metálica va a sacudirse como loca, intentando succionar aquellas moléculas lipídicas que son su alimento favorito. Si añadís una cucharadita de azúcar va a hacer vibrar la taza en su arrebato de de adicta, el tintineo contra la loza o la cerámica puede postergar cualquier conversación hasta que el último grano se disuelva. Si alguna vez metés en el agua una cucharita de plata antes de haber retirado la bolita de metal, esta se va a encariñar tanto que más de una vez vi el eslabón más débil de la cadenita ceder al ímpetu y quebrarse; en ese momento parece que las bochitas de té en hebras fueron hechas para aparearse. Y si alguna vez, por casualidad (o por el placer cruel de experimentar) metés una segunda bochita de diferente té adentro de la misma taza, estate listo para perder la punta de un dedo o la nariz: ninguna bola de té soporta tan terrible ofensa, y las dos van a saltar fuera de la taza, abiertas como fauces de pirañas, para ajustan cuentas con el agresor.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Limones

Fueron dos meses y medio de viaje para llegar al sanatorio en lo alto de la montaña, y cada día que pasaba se sentía que el sanatorio quedaba más lejos que l día anterior, porque los dolores de cuerpo, agudos e inexplicables, que nos habían hecho buscar el nombre de tan remoto lugar en un mapa, nos impedían a s vez avanzar con la velocidad de antes.

Después de una decena de médicos descartando todo posible diagnóstico, alguien mencionó este sanatorio con sus tres templos, enclavado en lo más alto de una montaña de difícil acceso. Sólo había una ruta para llegar, averigüé: desde la ciudad oriental de Basilia surgía un sendero que atravesaba campos, baldíos y montañas.

El vapor hasta Basilia duró dos semanas, y dos meses más de padecimiento, dos meses que doblaron mi cuerpo a la mitad, que marcaron la expresión de mi rostro fatigado de contener gritos y gemidos de dolor, que desgarraron mis ropas, que me sacaron callos en las manos por el uso incesante del bastón, dos meses más para llegar al sanatorio.

En Basilia encontré ya una inquieta comitiva de gente dolorida y desconcertada que buscaba ansiosa el punto de inicio de la peregrinación. La inquietud era por la severidad de las reglas: quien quisiera ser admitido en el sanatorio de la montaña debía hacer el camino por sus propios medios, sin sirvientes, mulas ni guías; debían hacerlo a pie, en solitario, y sin tomar ni un día de descanso. Y cabe aclarar que quienes podían solventar un vapor hasta Basilia solían estar más que acostumbrados a todas estas comodidades.

En el trayecto me amigué con un príncipe del Congo Holandés, compartimos relatos y bromas durante buena parte del camino, aunque finalmente mis dolores se intensificaron e insistí para que él se apresurara. Fue con él que señalé mis dudas respecto a los beneficios de hacer que gente tan castigada por la naturaleza emprendiera un viaje de tales características.

Cuando llegué al sanatorio, convertido en un mendigo que gateaba por la tierra, con las rodillas y los empeines ensangrentados y los ojos irritados por el polvo, me atendieron, me bañaron en el primero de los templos, me sirvieron una magra pero nutritiva ración de almuerzo en el segundo templo, y me enseñaron cánticos en el tercero. Esa noche dormí en uno de los grandes dormitorios comunes del sanatorio.

Al día siguiente, cuando me dispuse a buscar a mi amigo el príncipe, uno de los enfermeros me dijo que se habían quedado sin limones y que los limoneros de la huerta estaban apestados; me puso una única moneda sin inscripciones en la mano y me mandó, camino abajo, a comprar limones.

martes, 17 de noviembre de 2020

Flores y nueces

 Agustina vino el otro día al cole con una florcita en el pelo. Yo me maravillé cuando, adelante de la curiosidad de todas las otras nenas del grado, dijo que tuviesen cuidado porque no era una hebillita de plástico sino una flor de verdad. ¡Una nena de primer grado con una florcita real! Y encima se sostuvo ahí en su lugar, a pesar de los juegos durante los recreos, hasta la salida del cole. Como su mamá todavía no llegaba y mi hermano otra vez estaba retrasado, me animé a confesarle mi admiración: muy hermosa y muy delicada, le dije. Ella sonrió con la boca bien abierta y vi que le faltaban los dos incisivos superiores, como a mí; se sacó la flor con sus deditos y me la regaló. Enseguida escuchó a su mamá y se fue corriendo.

Al día siguiente yo llevé una nuez al colegio para regalársela, pero ese día su mamá la estaba esperando y se fue sin esperar.

Recién un día después, durante el primer recreo, junté coraje y le regalé mi nuez, sonreí y le expliqué que mis dos paletas frontales se habían caído intentando romper esa cáscara de un mordisco. Pero ella me miró horrorizada, como si yo fuese una loca. ¿Para qué quiero que me regales esto? me preguntó. Se acercaron otras nenas y se alejó con ellas, mirándome raro, y vi cómo tiraba la nuez en un tacho de basura.

Ahí, creo, entendí casi todo.