martes, 22 de diciembre de 2020

Inconcluíme

Me levanté tarde, el sol pegaba sobre la almohada y me produjo el mismo efecto de limbo que me producía el despertar en la casa de Sofía, mi exnovia. Me senté en la cama, me desperecé y el olor del castillo (olor de piedra erosionada durante trescientos años, olor de tapiz apolillado y cera para parqué) me sacó del limbo: era lunes, la gente del casamiento se estaba yendo y había que limpiar todo. Me asomé por la ventana: el sol bañaba todo el césped de los jardines, las ligustrinas brillaban como venecitas, la brisa chusmeaba entre los cedros del bosquecito, y el estacionamiento estaba completamente desierto. Corrí escaleras abajo y después de vaciar completamente los contenidos del armario de limpieza en medio del corredor, fui a la cocina, abrí la canilla del agua caliente en una bacha llena de vajilla demasiado delicada para la máquina, y mientras se llenaba me serví el fondo del café que había quedado del fin de semana. La taza estaba cascada, procuré darle un sorbo del otro costado. Noté algo extraño en el paladar pero podía tratarse de que café frío era mi primera ingesta matutina. Apresurado sumergí un segundo trago en la garganta y me fui corriendo con la escoba, el lampazo, la aspiradora, el tacho, la palita y el plumero nuevo bajo el brazo directo al segundo piso. ¿Qué pasaría si ahora, con el castillo vacío hasta mañana, el mango de la escoba o la manija de la aspiradora se enganchara en uno de los arabescos de la baranda de la escalera central y me cayera de espaldas?

Mapa sin nombre

Llegó por correo a nombre de mi hermano cuando todavía estaba por nacer. Aunque, a decir verdad, todavía entraban entre Emanuel, Miguel y Eugenio. Gracias a la carta se decidieron por Emanuel. Correo internacional, el remitente estaba escrito en un alfabeto que desconocíamos y nadie pudo descifrar. Adentro había un mapa que, desplegado, tenía como dos por dos metros. Marcaba con increíble detalle ciudades, aldeas, montañas, ríos, rutas de todo tamaño y cada accidente natural por insignificante que fuera... pero todos los nombres propios habían sido quirúrgicamente borrados, como si con la punta de una aguja fina hubieran raspado el papel laminado en el área precisa de cada letra, extrayendo la toponimia y dejando el resto intacto. La segunda cosa curiosa fue que (nos dimos cuenta al mes de haber nacido Emanuel) no tenía rosa de los vientos ni puntos cardinales marcados de ninguna forma. ¿Arriba era el Norte? ¿Abajo el Sur? ¿O era sud sudoeste y medio?

Ema nació con una condición muy mala: los doctores dijeron que no iba a superar los veinte, veinticinco años como mucho. Por eso a los dieciséis salimos los dos, con mochilas, abrigos y gorras, a explorar el mundo y encontrar la geografía de aquel mapa y el misterioso padrino que nos obligó a la aventura.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Alma de taza, cerebro de microondas

Hoy veo el sol respirar sobre mi taza de té y puedo imaginar que las cosas hechas a mano toman parte de la vida del artesano. Algo así hay en los mitos de creación: haciendo uno da vida, uno infunde su propio espíritu en lo que hace, uno imprime su huella característica. Y puedo imaginar que las cosas tienen vida: tienen sus diminutas consciencias de objeto, se comunican entre sí, se alegran de servir a los humanos, sus hacedores. No es difícil ver todo esto y entender que los hombres de antes hayan pensado de forma similar...
Sólo que desde la industrialización las cosas se volvieron idiotas: reciben menos contacto humano, son tratadas en masa como esclavos en una dictadura desalmada. Hoy tenemos objetos que llegan a nosotros sin haber estado en contacto, previamente, con la piel de nadie: máquina tras máquina tras máquina, dedos fríos enguantados en látex, cuando finalmente salen de la bolsita plástica y la caja de cartón en las que permanecieron durante meses, estos objetos tienen una mente convulsionada con recuerdos de haber sido extraídos de las entrañas del mundo con violencia pero nunca una caricia, una mirada consoladora, una palabra de aliento... Y junto a ellos, en el mismo estante, hay un objeto inteligente, un aparato de cerebro electrónico sin una pizca de humanidad. ¿Cuán difíciles de radicalizar creés que sean las mentes de los objetos que compraste online?
Los primeros hombres fabricaban cosas y las atesoraban y descubrieron las historias de la creación. Entonces no es raro que nuestra generación sea la primera en temer que lo que creamos, un día, se revele contra nosotros.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Barney Gomez

Uno no puede andar por la vida en una ciudad haciendo el esfuerzo de imaginarse la compleja vida interna, el pasado, los temores, las ilusiones de cada persona que se cruza en su camino. Sé, así intelectualmente y de forma abstracta, que todos están igual de cargados que yo, a mi mismo nivel. Lo sé, lo entiendo, pero en la vida diaria, en el plano práctico de las cosas, esa mujer que colapsó ayer en el local porque alguien confundió la decoración de la torta de cumpleaños de su hijo es, simplemente, una llorona. Y el que nos viene a cobrar el alquiler es simplemente un cerdo codicioso que hace comentarios acordes, y el que barre la vereda nació para barrer la vereda. 

No hay nada de malo en que, para los demás, yo sea la gordita del local de tortas raras. Quizás asuman que, como me dedico profesionalmente a crear postres extravagantes, dentro de mi cabeza sucedan más cosas que dentro de la cabeza del barrendero, pero lo dudo.

Ayer, mientras terminábamos de cerrar el local, pasó el vagabundo de la avenida a ver si tenía algo dulce para él. O eso creí: al acercársenos le vimos una sonrisa inusual. Traía unas florcitas en la mano, de esas cositas silvestres que crecen en la vereda de la plaza, y nos dio una a a Mirta y otra a mí. No nos explicó por qué el regalo ni su felicidad. Mirta le dijo que era linda pero que no iba a sobrevivir las dos horas de viaje en transporte público ahí, en su mano, y el hombro sacó entonces dos botellitas de cerveza de un bolsillo, las puso en nuestras manos, sacó una botella de agua mineral de otro lugar y vertió un poco en cada una, cuidadosamente, hasta que los porroncitos sirvieran de florero. Sólo atinamos a decirle gracias y él se fue tarareando algo alegre. Mirta me miraba con alguna sugerencia sexual en su mente como única explicación, pero la verdad es que ni ella ni yo, en cien años, podríamos adivinar o comprender por qué nos regaló esas dos florcitas, ni cómo previó lo de las botellitas. De igual forma ni Mirta ni el hombre que cobra el alquiler van a entender por qué yo decidí prepararme un cupcake de vainilla relleno de somníferos y acostarme en el balcón para morir mirando una florcita silvestre en una botella de cerveza.

viernes, 18 de diciembre de 2020

La confesión de la abuela borracha

La abuela nunca tomaba demasiado, y no recuerdo haberla visto borracha como aquella noche. Entonces entendí el porqué de su abstinencia: ebria la abuela confesaba cosas escondidas en sus cajones más profundos. "Yo siempre clasifiqué a las personas de un golpe de vista", fue su primera revelación, "entre posibles asesinos y posibles víctimas. Entre gente capaz de matar (llegado el caso), y gente que se dejaría matar antes que hacerle lo mismo a otro". Nos contemplamos entre todos, incapaces de creer que la abuela dividiera así el mundo a su paso, y preguntándonos de qué bando estaríamos. Yo, potencial asesino, explicó ella. Mi hermana también. Papá no: por eso le permitió ser su yerno. Y se rio con ganas cuando le preguntamos por ella misma: ¿ejecutora o ejecutada? "No puedo saberlo", dijo compungida: se miraba al espejo e intentaba verse como a un extraño, pero un día era una cosa y al otro cambiaba. "La única forma de saberlo es hacer la prueba real", concluyó, y soltó una risita infantil mientras tanteaba en busca de su copa.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Los regalos de mi abuelo

Mi abuelo fue marino mercante toda su vida. Mis cuatro hermanos heredaron la aversión de papá hacia él: padre ausente, abuelo con culpa decía para hacernos sentir mal de los regalos que nos traía en sus escasas visitas. Yo, única mujer en la familia, entendí lo mal que se había sentido mi abuela y por qué mi papá no podía perdonarlo, pero no podía dejar de quererlo a mi abuelo. Por eso, desde los seis hasta los trece (edad que tenía yo cuando él falleció), sus visitas a la familia se convirtieron, en realidad, en una excusa para verme. Me contaba historias fantásticas de lo que había visto en sus viajes y a veces me hacía sentir urgencia de escribir su biografía, idea ante la cual se reía.

Para mi sexto cumpleaños mi abuelo me regaló el viejo termómetro de su primer barco. "Pero no marca bien la temperatura" observé, viendo que indicaba quince grados estando en febrero. "No la de hoy", explicó, guiñando un ojo. Yo lo guardé pensando en atesorarlo como trasto inútil. Para mi séptimo cumpleaños me regaló el barómetro del mismo barco. "¿Funciona?", pregunté escéptica luego de intentar comprender su funcionamiento. "Sólo en un lugar del mundo", explicó mi abuelo. Y el barómetro fue junto con el termómetro. Un año después recibí una brújula que no se quedaba quieta, y era linda así que se lo agradecí con honestidad. Pero cuando cumplí nueve y me regaló un juego de balanzas sin escala ni numeración, me costó disimular el desencanto. "Sólo sirven para pesar una cosa, una única cosa en toda la Tierra", me porfió. Para mis diez me dio un manoseado e incompleto mazo de naipes clásicos con extraños símbolos; para los once una lámpara de aceite sin mecha; para los doce, una navaja sin filo; y para mi treceavo aniversario, una semana antes de que se suicidada, un gran trapo negro sin forma específica. "El uniforme del Capitán", me dijo, solemne. Ese año no se veía alegre, ya debía haber tomado la resolución de matarse. "¿Soy la capitana?", pregunté, "dentro de muy poco", aseguró. "Pero no sé navegar", reproché: tantos regalos inútiles y nunca una lección detrás el timón. "Tenés ya todos los instrumentos necesarios para tus viajes", y eso fue lo último que me explicó.

Después del funeral me quedé en mi dormitorio dos horas dándole vueltas a aquel pedazo de tela negra hasta que las costuras tuvieron sentido y me calzó como una gran túnica negra, extrañamente cómoda y ceñida. Ahí comprendí la verdadera profesión de mi abuelo, y con alegría fui a su reencuentro para nuestro primer viaje juntos.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Hadita

Hadita se introdujo en mi vida mucho antes de presentarse a sí misma. Fue la caótica y estresante etapa de mi vida en que creí que estaba loco. Temblé incontrolablemente la noche que mamá, durante la cena, murmuró la palabra "esquizofrenia" después de que yo le diera una cucharadita de sopa a la mesa del comedor por debajo del mantel. "Las mesas vejas están acostumbradas a comer todo o que se vuelca sobre ellas", intenté explicarle, "¡y desde que pusiste este mantel se está muriendo de hambre!". Mi mamá me miró horrorizada, yo unas gotas tibias de sopa me humedecieron el muslo, y entonces murmuró que su hijo, su único hijo, sufría de esquizofrenia. Me pasmé: ¿sería por esquizofrénico que quemé todos los juguetes de la infancia en la chimenea, que empecé a dormir con la funda de la almohada dada vuelta, que sólo hacía caca en pocitos entre los canteros del fondo, que mordí la mano de la señora de la fiambrería? "No", se rebeló una parte de mí, "todas esas cosas tienen una explicación clara, ¿por qué nadie me entiende?".

Esa noche Hadita se presentó ante mí mientras preparaba mi ritual para dormir sin que las pilas y baterías de toda la casa me envenenaran. "Podés dejar la funda del derecho nomás eh", me dijo sonriendo, "era una broma nomás". Hadita me explicó que se había encariñado conmigo y que era la responsable de todo (o casi todo) lo raro en mi vida los últimos años. Pero que esas ideas tontas que le susurraba a mis neuronas no eran para actuarlas, sino para escribir historias, hacer chistes, dibujarlas.

Después de esa noche nunca más la volví a ver, y gracias a su consejo nunca tuve que ir al manicomio. Pero ya sé que es ella la que se inmiscuye en mi realidad, imperceptiblemente, para poner las cosas de cabeza.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Dream Inc.

Dream Inc. Pharmaceutical surgió de un día para el otro, nadie la vio venir ni entendía qué era, pero sus productos llegaron a las farmacias de San Petersburgo, Quito, Beirut y Ho Chi Minh antes de que ningún noticiero intentase hacer una nota sobre ellos.

Su primer producto fue detonador, lo que esta generación híper estresada había estado anhelando: píldoras de sueño. No para dormir, no eran ningún tipo de sedante. Las píldoras Sleep Yesterday producían en el consumidor el mismo efecto que haber dormido profundamente diez horas, y uno se ahorraba toda molestia de meterse en la cama, luchar por conciliar el sueño y levantarse de mal humor. No hace falta aclarar que los mas felices fueron, inmediatamente, las personas de negocios y los amantes de las fiestas.

Pero rondando los tres meses de esta fantástica aparición, la gente empezó a notar las consecuencias de descansar sin dormir. como una olla a presión en el fondo de la nuca reclamaba, por favor, que volvieran los sueños, aunque fuese para olvidarlos en el primer segundo de vigilia.

Pero entonces ya había llegado al mercado un suplemento: tomando el Soft Reset junto con la píldora, uno se desvanecía sutilmente por diez segundos y el cerebro volvía completamente engañado. El suplemento te hacía pensar que habías soñado algo relajante, el rojo, algo muy movido; el suplemento azul te hacía despertar nostálgico y mi favorito, el Soft Reset amarillo, te convencía de que tus sueños habían sido hilarantes. Después llegó el compuesto dorado, el Dream High, que te inducía, en esos diez segundos, a un REM profundo y te daba la habilidad de vivir en un sueño lúcido, real y sin trucos.

Un día se reveló que los empleados de la Dream Inc. Pharma trabajaban veintidos horas al día, eran administrados tres dosis diarias de sus productos y eran compensados con dos meses de vacaciones anuales. El mundo se escandalizó pero rápidamente empresas como Amazon, Apple, Google y Facebook implementaron el sistema, y la diferencia de rendimiento obligó a las demás empresas a sumarse al esquema o ir a la bancarrota.

Para ese momento la Dream Inc. Pharmaceutical vendía a sus premium asociados la Dream Matter, la píldora negra que, suministrada con cuidado, hacía soñar con dos meses de vacaciones extraordinarias.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Veganismo obligatorio

 Obviamente que si le preguntás a cualquier persona de mi edad te va a decir que no, que no comían carne desde antes, que sus papás eran veganos desde hacía mucho tiempo o que, los más mentirosos van a porfiar, ellos mismos rechazaron comer animales desde que los destetaron... como si en el fondo alguien creyese que un bebé nace con los preconceptos de vida y muerte, de sufrimiento animal, de esclavitud interespecie, de degeneración de tejidos cancerosos... Un bebé nace con la panza llena gracias a la sangre de mi madre, y enseguida le da hambre. Un bebé nace con hambre y la va a saciar con lo que sea que le pongan en la boca.

Claramente no voy a salir a predicar que estábamos mejor antes del veganismo obligatorio: por culpa de países como China y Estados Unidos y su fascinación por las carnes de bajo costo de producción estuvimos por destruir el mundo, ¿pero cuánto mejor estamos hoy en día? Cincuenta años del nuevo régimen y vas preso si tenés algo más que tres aromáticas en tu balcón, y si no vivís en una ciudad cosmopolita hay años en los que te tenés que conformar con dos tipos de fruta, tres vegetales y una legumbre. Las clínicas que se abarrotaban de enfermos cardíacos hoy no dan a basto para rehabilitar malnutridos, y tenemos cuatro veces más manicomios que antes.

Si le dijera la verdad al doctor que me vino a ver en el post operatorio ya estaría camino a un manicomio yo también. Pero le dije que me había desvanecido por un momento y así, no sé cómo, el cuchillo se me metió en el ojo. Pero estaba comiendo tomates a los mordiscos y de ansioso seguía con el cuchillo en la mano después de cortarles los cabitos verdes. Comer un tomate bien rojo así, sin cortarlo, arrancarle la pulpa con los diesntes, es lo único que me recuerda lo que era ser carnívoro. Si supieran... fue un desliz, meterme la punta afilada en el ojo derecho en medio de mi frenesí.

Hoy me hablaba el médico de mis bajas probabilidades de recuperar la vista de ese lado, cuando a mí lo único que me inquieta es que me den de alta rápido, antes de que pase la temporada de tomates.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Cavernícolas

Dicen que conocemos mejor la superficie de la luna que nuestros propios océanos. Dicen que las profundidades azules son el seno de lugares todavía misteriosos. Pero los que dicen esto no saben de los túneles; obviamente no se puede hablar de los túneles y sus habitantes abiertamente. Conocemos hoy en día varios sistemas de cuevas que nos asombran, cavernas con microclimas y ríos subterráneos de recorren continentes, pero ignoramos que mucho más abajo, y por cientos de kilómetros, nuestro planeta está arado en un sinfín de direcciones con túneles, cámaras inmensas, galerías, grutas, espacios negros que albergan sus propias montañas, lagos, cascadas, sitios sagrados, cementerios ancestrales. Mientras que en la superficie los humanos pululamos, nuestros primos homínidos merman lentamente: lejos están del último gran auge que abrió rutas y despejó obstáculos inimaginables en las negras entrañas del mundo, abrió nuevos abismos y erigió palacios reales. El salitre se acumula sobre los magníficos monumentos, cráteres se abren sobre los caminos hoy despoblados, centenares de pueblos fantasmas se añaden cada año, cuando perece el último vecino, al atlas tridimensional de esta civilización silenciosa y ciega. Lo gracioso es que, mientras nos devanamos los sesos para navegar las corrientes más profundas o para alzarnos más y más lejos de la tierra, ellos, allá abajo, se preparan para el gran éxodo, con la confianza de gente dura como piedra que sabe que, aún bajo el peso de su larga decadencia, tienen fuerzas de sobra para arrebatarnos la superficie, someternos a sus leyes y condenarnos, de acá a la eternidad, a morar majo sus pies, en las infinitas cuevas y laberintos. Será, según mis cálculos, la quinta vez que se invierte el reloj de arena.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Bochas versus saquitos

 Hay una diferencia fundamental entre tomar el té en saquitos y tomarlo a la antigua, en hebras metidas en una pelota de metal con agujeritos. El saquito, si lo ponés sobre el agua caliente, flota un rato y se hunde a poco, y si lo ponés en el fondo de la taza ye echás el agua desde arriba, por el contrario, se queda allá abajo, derrotado. La pelota de metal parece tener personalidad, parece estar viva: si la metés en una taza llena de agua va a girar, se va a conmocionar, va a empezar flotando y de repente se hunde. Si le echás agua desde arriba se a batir contra el chorro como una fiera acorralada antes de que sus diminutos orificios se inunden y sucumba bajo el peso del líquido. Un saquito de té lo sacás, lo escurrís y ya está, se termina el trámite. Pero una pelotita de metal va a hacer todo lo posible por retener el té que tiene dentro suyo. Indefectiblemente va a perderlo, y lo hace con un chorrito débil y gesto frustrado. Si en la taza de té ponés un chorro de leche fría, la esfera metálica va a sacudirse como loca, intentando succionar aquellas moléculas lipídicas que son su alimento favorito. Si añadís una cucharadita de azúcar va a hacer vibrar la taza en su arrebato de de adicta, el tintineo contra la loza o la cerámica puede postergar cualquier conversación hasta que el último grano se disuelva. Si alguna vez metés en el agua una cucharita de plata antes de haber retirado la bolita de metal, esta se va a encariñar tanto que más de una vez vi el eslabón más débil de la cadenita ceder al ímpetu y quebrarse; en ese momento parece que las bochitas de té en hebras fueron hechas para aparearse. Y si alguna vez, por casualidad (o por el placer cruel de experimentar) metés una segunda bochita de diferente té adentro de la misma taza, estate listo para perder la punta de un dedo o la nariz: ninguna bola de té soporta tan terrible ofensa, y las dos van a saltar fuera de la taza, abiertas como fauces de pirañas, para ajustan cuentas con el agresor.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Limones

Fueron dos meses y medio de viaje para llegar al sanatorio en lo alto de la montaña, y cada día que pasaba se sentía que el sanatorio quedaba más lejos que l día anterior, porque los dolores de cuerpo, agudos e inexplicables, que nos habían hecho buscar el nombre de tan remoto lugar en un mapa, nos impedían a s vez avanzar con la velocidad de antes.

Después de una decena de médicos descartando todo posible diagnóstico, alguien mencionó este sanatorio con sus tres templos, enclavado en lo más alto de una montaña de difícil acceso. Sólo había una ruta para llegar, averigüé: desde la ciudad oriental de Basilia surgía un sendero que atravesaba campos, baldíos y montañas.

El vapor hasta Basilia duró dos semanas, y dos meses más de padecimiento, dos meses que doblaron mi cuerpo a la mitad, que marcaron la expresión de mi rostro fatigado de contener gritos y gemidos de dolor, que desgarraron mis ropas, que me sacaron callos en las manos por el uso incesante del bastón, dos meses más para llegar al sanatorio.

En Basilia encontré ya una inquieta comitiva de gente dolorida y desconcertada que buscaba ansiosa el punto de inicio de la peregrinación. La inquietud era por la severidad de las reglas: quien quisiera ser admitido en el sanatorio de la montaña debía hacer el camino por sus propios medios, sin sirvientes, mulas ni guías; debían hacerlo a pie, en solitario, y sin tomar ni un día de descanso. Y cabe aclarar que quienes podían solventar un vapor hasta Basilia solían estar más que acostumbrados a todas estas comodidades.

En el trayecto me amigué con un príncipe del Congo Holandés, compartimos relatos y bromas durante buena parte del camino, aunque finalmente mis dolores se intensificaron e insistí para que él se apresurara. Fue con él que señalé mis dudas respecto a los beneficios de hacer que gente tan castigada por la naturaleza emprendiera un viaje de tales características.

Cuando llegué al sanatorio, convertido en un mendigo que gateaba por la tierra, con las rodillas y los empeines ensangrentados y los ojos irritados por el polvo, me atendieron, me bañaron en el primero de los templos, me sirvieron una magra pero nutritiva ración de almuerzo en el segundo templo, y me enseñaron cánticos en el tercero. Esa noche dormí en uno de los grandes dormitorios comunes del sanatorio.

Al día siguiente, cuando me dispuse a buscar a mi amigo el príncipe, uno de los enfermeros me dijo que se habían quedado sin limones y que los limoneros de la huerta estaban apestados; me puso una única moneda sin inscripciones en la mano y me mandó, camino abajo, a comprar limones.

martes, 17 de noviembre de 2020

Flores y nueces

 Agustina vino el otro día al cole con una florcita en el pelo. Yo me maravillé cuando, adelante de la curiosidad de todas las otras nenas del grado, dijo que tuviesen cuidado porque no era una hebillita de plástico sino una flor de verdad. ¡Una nena de primer grado con una florcita real! Y encima se sostuvo ahí en su lugar, a pesar de los juegos durante los recreos, hasta la salida del cole. Como su mamá todavía no llegaba y mi hermano otra vez estaba retrasado, me animé a confesarle mi admiración: muy hermosa y muy delicada, le dije. Ella sonrió con la boca bien abierta y vi que le faltaban los dos incisivos superiores, como a mí; se sacó la flor con sus deditos y me la regaló. Enseguida escuchó a su mamá y se fue corriendo.

Al día siguiente yo llevé una nuez al colegio para regalársela, pero ese día su mamá la estaba esperando y se fue sin esperar.

Recién un día después, durante el primer recreo, junté coraje y le regalé mi nuez, sonreí y le expliqué que mis dos paletas frontales se habían caído intentando romper esa cáscara de un mordisco. Pero ella me miró horrorizada, como si yo fuese una loca. ¿Para qué quiero que me regales esto? me preguntó. Se acercaron otras nenas y se alejó con ellas, mirándome raro, y vi cómo tiraba la nuez en un tacho de basura.

Ahí, creo, entendí casi todo.

jueves, 26 de marzo de 2020

Los árboles mueren de pie

Cuando caía al piso eras vos la que se agachaba para levantarme, la que bajaba una mano para que yo pudiera agarrarla, la que sentaba a mi lado y me hablaba hasta que podía enderezarme.
Un camino muy largo me alejó de tu sombra para aprender a ser mi propio bastón, mi propia polea, mi propio impulso.
Y yo, a todo esto, no te vi cuando caías.
Corrí de vuelta hasta vos, pero ya era tarde.

Hoy me desplomé en el suelo, ahí donde fueron a parar las manos que me secaron lágrimas, los brazos que me acunaron, los labios que besaron mi frente, el corazón que nunca reprochó mi ausencia, la sonrisa que justificó todo.
Hoy me desplomé a tu lado para que por última vez me consolaras, mamá, para que por última vez hablaras a mi alma y me ayudaras, una vez más, a ponerme de pie.