jueves, 21 de octubre de 2010

Condición humana XXXXII

A la noche me cuesta dormir por el dolor en la cintura. El calmante ya no me hace efecto, y me lleva veinte minutos levantarme de la cama, como si mis piernas fueran de piedra. Hace veinte años, mientras me lavaba los dientes antes a la mañana, hacía una lista mental de las doce cosas que tenía que hacer durante el día, y la cumplía. Ahora no sólo que me olvido unas cuantas cosas aunque me anote todo en un papel, sino que no me da tiempo ni para completar la mitad. Como cada vez menos y engordo más. ¿Dieta? Ninguna sirve conmigo. Y para peor ya ni siquiera siento bien el sabor de la comida, hace poco me di cuenta de eso. Estoy condimentando como cerda pero todo parece galleta de arroz en la boca. Me salen canas, más que uñas me están creciendo pezuñas, del cuello y las arrugas ni hablar. Me cuelgan carnazas en los brazos, el culo se me desborda en el inodoro, los dedos gordos de los pies parecen morcillas en las pantuflas rosas, que por cierto después de quince años ya no dan más. El último verano me metí una sola vez a la pelopincho y fue a la noche, porque me daba vergüenza la malla: ¡no sólo verme, sino tener que forcejear, Dios mío!

Madrugará

Empeñé mi cuerpo en cada intento
y terminé abandonando a cada error.
Si hoy sólo me emborracho en copas llenas de cinismo,
si hoy sonrío descreído, desencantado
acostumbrado
ante el mundo podrido, las luces y el amor.
Si vivo en mi propio cementerio de huelguistas
y cavo mi propia tumba de llorón.
Si ya me cansa el poeta y su lirismo,
si ya las palabras carecen de fervor,
si ya no veo magia en el canto
ni verdad en la oración,
¿para qué sigo escribiendo?
¿para qué sigo escribiendo?
¿para qué sigo escribiendo?
¿para qué sigo escribiendo?

domingo, 17 de octubre de 2010

Spiral & Scape

Es como si el estómago estuviera entre las costillas y tuviera hambre; o como si no tuvieras aire en los pulmones y por más que inhales e inhales fueras a seguir estando ahogado. Todo luce tranquilo afuera, adentro, alrededor. Pero es esa sensación de vacío, de instantes desperdiciados, de no rumbo, de ausencia de algo interesante/emocionante/divertido, tan insoportable que te aplasta la creatividad y no se te ocurre qué hacer o qué podés hacer, salvo bostezar y mirar en redondo. Sin hallar nada, como si vivieras en una esfera y fuera una esfera completamente lisa.
Si pudiera ser animal sería un gato. Parecen no tener este problema: simplemente comen y se echan a dormir al sol o frente a la estufa, ronroneando. Dentro de las cosas que yo miro en busca de inspiración veo a mi gato y lo envidio. Patas arriba, ojos cerrados, con el pecho blanco y peludo como si fuera una nube y las nubes fueran galletas que un ángel hace crujir para devorarlas. Si se despierta empieza a lamerse y lamerse con fascinación, y si uno se le acerca puede oler ese aroma a gato lamido tan particular. Me lamo el brazo un par de veces y me huelo la piel. No tiene el mismo olor ni un poco, ¿será por los pelitos, o porque la saliva es diferente?
Entonces es como si la inspiración fuera un duende y los duendes saltaran a la oreja de uno, se me ocurre que esa escena familiar va a ser el inicio de una novela sin nombre.

lunes, 11 de octubre de 2010

Coleccionables

Reyes nocturnos.
Aparentan ser monstruos que se emborrachan con sangre de bebés, trasgos deformes que afilan sus uñas como cuchillos envenenados, gárgolas malvadas que se custodian a ellos mismos y se aprovechan de cada cosa sin proteger, pero lo cierto es que de día sufren como perros cuando nadie los ve.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Condiciones humanas XXXXI

Dos ciegos, de la mano y cada uno con su bastón, buscaban la salida del subterráneo, con sonrisas limpias. Una plantita larguirucha crece, escondido a la vista de los transeúntes, frente a la P del cartel de Pasco, sobre Rivadavia. Un judío con quipá negro estaba sentado bajo una vidriera rosa de lencería, con dos teléfonos en una mano, la frente transpirada y una libretita garabateada y lápiz en la otra. Desde la vidriera, la foto de Prandi embarazada sonreía hacia la vereda. El carrito de garrapiñadas y maníes estaba rodeado de palomas. Algunas se le paraban sobre sus hombros y la cabeza. Un nene se reía y le pedía garrapiñadas a la mamá. Una moto enorme y negra como Tyson traspasó el tráfico como si fuera tul, y aunque ya no se la veía se la seguía oyendo a las dos cuadras. El sol caía y rebotaba en la fachada vidriada de un edificio, y volvía a rebotar en la den delfrente, y encandilaba incluso a los que caminaban por la vereda de la sombra. Un coreanito cruzaba Corrientes a la carrera empujando su carrito lleno, aparentemente, de cajas vacías. Tres viejas canosas, dentro de un antro oscuro y azul, parecían como deben parecerse los fantasmas.

viernes, 1 de octubre de 2010

Viajeros públicos

Estaba apurado por llegar a la estación de trenes y el colectivero que me tocó era el más paseador de todo el Centro. Frenaba más de lo que aceleraba y esperó dos veces a la viejita que venía corriendo desde la otra cuadra. Toda mi atención se dividía entre el reloj y los semáforos que el hijo de puta dejaba pasar y pasar. Sobre el parabrisas, del lado de adentro, había una estela de cuero azul con varios nombres bordados, y de ella pendía una pequeña cortina de hilachas que bailaban como odaliscas cada vez que frenaba, y frenaba, y volvía a frenar. Yo veía el semáforo a través de esa cortinita, que difuminaba la luz verde como un vidrio empañado. Pero ya no era más luz verde, la cortinita se teñía de amarillo y de rojo. Y otra vez a esperar, con los ojos congestionados en las hilachas flotantes. ¿Qué tenía de maravilloso ese momento?
En eso se subió una pasajera y, mientras sus monedas daban vueltas en la boquilla de la máquina, sus ojos evidentes recorrieron el colectivo en busca de asientos vacíos y tipos facheros, y en lo posible asientos vacíos al lado de tipos facheros. Pero el único asiento libre estaba al lado de un borracho dormido.
En el tren me senté al lado de una ventanilla que tenía un dibujo extraño hecho a rayones, como si el que lo hizo, una vez apoyado el clavo o la trincheta, no pudiera controlar el impulso expansivo de su brazo. Parecía un carro. Incliné la cabeza para intentar verlo mejor. ¿Una locomotora? Bah, qué importa. El tren arrancó y tomó velocidad. A los cinco minutos nos cruzamos con otro tren que iba en sentido opuesto. Doscientos metros de vagones pasaron frente a mis ojos en siete segundos. Ya los tenía contados: siempre tarda entre seis y diez segundos; esta vez siete. ¿Cuántas personas vi, a través de mi ventanilla y de las del otro tren? Gente dormida, gente pensando, gente escuchando música, gente fumando porro, gente mirando las piernas de la chica de al lado, gente sacándose mocos. Todos en siete segundos, a alta velocidad. La idea me agobió, y justo entonces vi, en el vidrio, bien al lado de mi cabeza, una pequeña almohada, no más grande que un pañuelo dobladito. Evidentemente por los rayones el artista había sido el mismo que del carrito, pero esta almohada era impecable, rectangular, suave, mullida. Apoyé mi sien contra el cristal y entrecerré los ojos. Afuera estaba oscuro, pero veía brillar las dos líneas paralelas de las vías por las que había pasado el otro tren. Dos líneas siempre iguales, siempre iguales, siempre iguales...
Y de pronto el dibujo del carro tenía sentido: visto desde donde yo estaba viendo, era una locomotora perfecta, tridimensional, con volúmenes y sombras perfectas. Y, mejor aún, por el efecto de la luz interior y la oscuridad exterior, de los rayones de trincheta iluminados artificialmente, parecía que la pequeña locomotora avanzaba locamente, con conciencia fija, sobre las vías del tren, a la par mía, sonriéndome como había sonreído el genio que, con un filo en sus manos, me había regalado esa maravilla de la imaginación.