jueves, 16 de abril de 2009

El ómnibus [...]

[...]
Tal vez nadie me escuchó salvo los tres hombres del eterno mate, pero no me importó.
Sentí que había cortado una soga que unía mi cuello a un yunque.
Busqué rápidamente mi valija de debajo de mi antiguo asiento, la abrí y metí adentro el estuche, pero retuve en el bolsillo de mi pantalón la carta que la hija había mandado al padre quince años atrás.
Cargué con la valija por el pasillo hasta el velo negro, ante algunas miradas algo asombradas de los que descansaban despiertos en sus lugares.
Caras sucias y lagañosas. Daban pena.
Atravesé el velo, me interné en la oscuridad, y atravesé el otro velo.
El conductor conducía y el acompañante cebaba un mate, pero se tornó para verme.
Quiero bajar, le dije, ¿adónde?, me preguntó, en donde sea, le contesté, pero me bajo ya mismo de este infierno.
El chofer clavó los frenos con ira.
Caí hacia delante, me golpeé la cabeza contra los indicadores viejos y gastados del tablero, me sangró algo, pero no me dolió.
Agradecí al viaje con parquedad, atravesé el velo negro.
Se abrió la puertita sola, con ruido a neumática, y la escalerita de salida quedó a mis pies.
Me bajé emocionado por ella, sin prisa, sin detenerme a mirar atrás.
Estaba bastante harto de mirar atrás.
Pisé las piedrillas del camino, que crujieron bajo mis pies, y noté que se sentía lindo un ruido nuevo.
Se cerró la puertita con brusquedad y el ómnibus azul arrancó, haciendo rugir sus desvencijados motores, poniendo marcha adelante por la desolada ruta.
Estaba en la banquina, con la montaña de un lado, un río seco del otro, y más montaña más allá.
[...]

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