miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cimbaderos - tercer régimen

Memorias de un mundo lejano
El veterano
Tatuajes
Erdinos
Legado de una traición
Leprosería
Escenarios de batallas
Un lugar para espiar
Treinta y dos
Defensor Número Uno
En busca del regalo ideal
Los hijos indeseados
Más que un delegado
Nupcias
Deseos del viento
Ardentía
Escondido en la montaña
El guardián de los huesos
Agua que no se hiela
Hojas de saida
Manos de venganza
Traicionados
La piedra recuperada
Epílogo III

Preparáos. El cuarto está por empezar.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Coleccionables

Monstruo de la oscuridad. Surge de la noche y ataca los faroles con hangurria desesperada, sin importarle salir lastimado, sin importarle nada, y sólo logra, noche tras noche, fracasos y alas cortadas.

Dango Daikazoku

Todo el tiempo estamos llenos de sensaciones extrañas, sólo hay que ser un poco perceptivo para darse cuenta. Otras veces, sin embargo, es fácil darse cuenta que tenemos algo extraño. Por ejemplo cuando estuviste cinco horas sentado escribiendo en tu carpeta, sin perder tiempo, y estás cansado, es de noche, pensás en la cama y en lo mucho que te falta, descubrís que no tenés alternativa más que concentrarte cien por ciento en tu mano que escribe. Ahí podés percibir que el foco de visión se centra en pocos centímetros cúbicos, como un raro efecto cinematográfico; y que de pronto al mover la cabeza todo tiembla y resulta que estás lejos de la hoja donde escribís, que de tus ojos al hombro hay un largo cuello, que el codo cuelga como un remo dislocado y que la muñeca es algo tan remoto como la punta de un yoyó kilométrico. Y sin embargo tu cerebro, ahí pegadito a tus ojos, sigue controlando esa mano que escribe delante tuyo. Esa es una experiencia rara fácil de percibir. Otra sobreviene, por ejemplo, cuando esas historias que de un modo u otro nos hablan de lo irreversible, terminan. Y nos dejan con algo raro adentro (esa sensación). Esa cosa irreversible.

El llanto del reloj de arena

Cuando yo todavía tenía trabajo y casa y vida y amigos que jugaban al tenis y solía pasar frente al mendigo que ahora es mi compañero, lo veía deprimido con frecuencia. Sin embargo recién ahora me doy cuenta de eso. Desde que estoy con él, hace ya más de un año, no lo había vuelto a ver triste.
Llorar, como llora ahora, nunca. No lo dice, pero sé lo que le pasa. Por vagos indicios, historias que de repente quedan incompletas, balbuceos nocturnos y confesiones de borrachos, sé que el mendigo una vez también tuvo trabajo, casa, vida, amigos que jugaban al tenis probablemente, y esposa. Creo que también amantes y un perro, pero esos no cuentan.
El día que finalmente dejó de llorar, me dijo una sola cosa al respecto:
-Lo malo de los muertos es que no vuelven nunca, pero se quedan lo suficiente para no dejarte dormir.


Recordé una de mis peores pesadillas. El horror consistía en que los dientes, tan normales hasta ahora, se presionaban entre ellos y esto provocaba que, empezando por las paletas superiores, fueran metiéndose dentro de las encías, del hueso, del cráneo, empujando hacia adentro, impidiéndome comer del dolor, haciéndome llorar todo el tiempo.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Invaluabilitis

Hoy, mientras pensaba en las diferencias entre un cofre de pirata lleno de doblones y un arconcito repleto de recuerdos, vi en el pasillo del subte al pibe rotoso, sucio, descalzo que siempre toca la guitarra y la armónica (bien, debo confesar), acompañado de otro tipo: alto, limpio, bien peinado, de camisa impecable, pantalón de vestir y zapatos lustrados. Este último tenía la guitarra del primero, y lo miraba prestando mucha atención a las indicaciones que le daba sobre cómo poner los dedos de la guitarra, mientras le daba vueltas a su armónica. Entonces el oficinista empezó a tocar una base rocanrolera y los pies descalzos del rotoso golpearon el piso siguiendo el ritmo con pasión. Se llevó la armónica a los labios, inspiró flemático y sopló, haciendo vibrar todo el pasillo subterráneo con su música de pulmón. Y el tipo pulcro y el tipo sucio desviaron todas las miradas de quienes pasábamos alrededor. Qué carajo sé de recuerdos y tesoros, concluí al fin, si este recuerdo no lo pagan las monedas que les dejé.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Menguando

Curiosa luna la menguante
(la más hermosa de las lunas)
porque sigue al más brillante
como Ícaro en su locura.

Sin importarle ser opacada
y sin miedo a quemarse,
se reconoce más delgada
y vuela ya sin lastre.

Pero va perdiendo brillo,
va perdiendo contraste,
tan poco tiene de lo suyo
que a la noche la deja antes.

domingo, 5 de diciembre de 2010

El laberinto de la soledad

Dakara. Bokura. Sayonala. Vas a estar solo. Desde la primera vez que te diste cuenta que estabas más aislado que el resto, hasta el final. No vas a encontrar el verdadero motivo. Estar solo es estar solo, no poder compartirlo con nadie fuera de tu cabeza. Tal vez porque nadie pueda entenderlo exactamente como lo entendés vos, o porque sabés que a fin de cuentas a nadie le interesa lo suficiente, o porque aunque le interese no puede ayudarte (tal vez porque no necesitás ayuda) ni puede solucionarlo. La experiencia incluso te lo enseña: la soledad no tiene remedio. Es una entidad completa sin resquicios ni divisiones: intelectual, emotiva, trascendente, todo soledad, todo distancias, todo vacío. Hayaku. Oyanai. Rakuchin. Igualmente sabés, o vas a descubrirlo rápido, lo malo, lo grave, lo que te hace llorar no es estar solo, ni tenerle miedo a la soledad, ni la envidia a la compañía, ni la añoranza, sino el saber que estás solo. Es como despertar una mañana en un laberinto sin salidas. No importa nada, ninguna de las circunstancias, sólo estás en el laberinto.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El de la blanquería

Darío trabajaba en la blanquería frente a la escuela 24. Muchas aulas de primaria tenían las ventanas a la calle, y Darío veía los revueltos de los chicos y la paciencia o la exasperación de las maestras. Pero hacía tiempo ya que no tenía ojos sino para la maestra de quinto grado, la señorita Sol Andrea había escuchado que le gritaban sus alumnos. Esa mujer irradiaba un aura especial, tanto frente al pizarrón como a la salida, como para saludar a las madres, como para pedirse una coca light en el kiosko de al lado o como para parar el colectivo.
También, Darío observó con deleite, tenía una armonía hermosa cuando, después de destapar la coca light y darle el primer sorbo, pasaba frente al teléfono público que estaba cruzando la calle, justo frente a la blanquería, y metía dos dedos sutiles, suaves y precisos como hocico de oso hormiguero, en la camarita donde cae el vuelto. Todos los días, sin falta, Sol Andrea revisaba el teléfono al pasar, esperando que algún apurado hubiera dejado allí su moneda, y no era extraño verla sonreír, tan angelicalmente como cuando ponía una felicitación en un cuaderno, mientras se guardaba veinticinco centavos en la cartera. Eso a Darío lo volvía loco.
Así que un lunes empezó a salir de la blanquería cuando sonaba el timbre, a cruzar la calle corriendo y a dejar veinticinco guitas en el huequito del teléfono, sólo para hacer feliz a la seño Sol Andrea y soñar con su sonrisa. El lunes se puso contenta, el martes también, el miércoles más, sin caer de su asombro, el jueves cayó de su asombro, y el viernes, cuando encontró una moneda de un peso, se levantó de la caída y, mientras se guardaba la moneda, mitad sonriendo y con una leve sombra frágil como flan, miró al rededor sin encontrar nada.
Al lunes siguiente Darío le dejó una cartita de amor, tamaño huequito de los vueltos, se peinó bien, se puso su ropa más más blanca, y esperó que ella se comprara la coca light, sosteniendo una rosa, transpirado en emoción infantil.