domingo, 18 de julio de 2021

Fin de fiesta

La copa ascendía con pereza hacia mis labios. No por sed ni ganas de embriagarme, sino por la social necesidad de aparentar interés en el entorno. La música no estaba mal (una pareja casi adolescente la calificó de retro) aunque sí un poco fuerte, las luces todavía permitían navegar entre la gente sin accidentes (aunque sabía que en media hora empezaban los flashes y el vértigo fluorescente), el maquillaje ajeno continuaba donde lo habían aplicado (el mío era poquísimo), las camisas seguían impolutas y por dentro del cinto, las miradas no habían perdido foco ni disimulaban estupor. Un bar animado, terraza sobre el mar, nubes que se acercaban desde el horizonte para explotar al alba, coctails de precios excluyentes pero cerveza barata que atraía la camorra necesaria. La copa se frenó a centímetros de mi cara. Por qué fingir, me cuestioné otra vez. Hice un amague de tirar la copa al suelo (algún empleado atento llegaría con escoba en segundos), pero también el amague se detuvo. Cuál era la necesidad de demostrar despecho, reflexioné. Entonces empiné el último trago con apuro profesional, sin alzar el codo como hacen los borrachos, dejé la copa en la mesa más cercana y, del fondo de mi cartera, camino a la salida, apuré un paquete de cigarillos y otro de carilinas.

jueves, 15 de julio de 2021

A mitad de camino

En el pueblo nos siguen llamando exploradores aunque la última generación que realmente exploró fue la de mi tátara abuelo. Hace ya cien años que nuestro trabajo consiste en despejar los caminos que ellos abrieron, luchar contra el bosque y los ríos.
Siete senderos nacen en la plaza del pozo, y se abren desde el pueblo como una estrella. Cada camino lleva a un pueblo distinto, y los exploradores de cada uno se encargaban de mantener las buenas condiciones desde sus murallas hasta el punto medio: vía de comercio cuando alguna plaga o peste arruinaba los cultivos, y ruta de escape en caso de una invasión de Salvajes.
Desde el último avistamiento de Salvajes, todos en el pueblo tienen los ojos puestos en la ruta que estamos despejando ahora, porque seis de los siete caminos hoy son instransitables: el bosque ocupó su lugar del meridiano en adelante. Los demás pueblos sucumbieron o se olvidaron de nosotros.
Los caminos son largos y el bosque crece a velocidades inauditas, los ríos se desbordan periódicamente y voltean puentes y modifican los pasos. Toma un año entero al equipo de exploradores reacondicionar un camino y volver al pueblo: hasta que no alcanzamos el hito central de la vía no sabemos si los exploradores vecinos hicieron su trabajo en los últimos siete años.
Llegamos. El bosque se extiende por todos lados, abandonado. Nuestra única salida está bloqueada.
"Los dos más viejos", dije sin soltar las herramientas, "vuelvan a casa y cuenten lo que vieron. Nosotros vamos a seguir adelante. Vamos, exploradores."

miércoles, 14 de julio de 2021

Paroniria

Nos prometieron el fin de la frustración de dormir y soñar incoherencias y olvidarlo casi todo. La idea era simple: elegís qué soñar, cuanto más pagues, más personalizado el sueño.
La adicción fue rápida: cansado de soñar dos veces por semana con las mismas peleas contra dragones, las mismas orgías con las mismas celebridades, los mismos viajes espaciales, pagabas un bonus para elegir el tamaño y el color del dragón, para desbloquear una nueva celebridad y para que la nave espacial fuera idéntica a la de Star Trek.
Después, cansado de que los sueños terminasen todos igual, pagabas un plus por añadir eventos innovadores, fusionar historias, reproducir alguna memoria específica previa extracción del córtex.
Y cansado a fin de mes de tus propias elecciones, de conocer de antemano todo, pagabas, su podías, a algún escritor para que introdujera, noche a noche, una nueva historia inédita.
El boom fue instantáneo y la demanda se modificó todos los sectores del entretenimiento: guionistas reciclados abrieron sus consultoras y se volvieron millonarios, y a su vez cualquier donnadie podía, por diez dólares, comprar treinta sueños programados por un pakistaní sin imaginación. Las productoras de cine y pornografía se reestructuraron enseguida, pero no pudieron monopolizar el negocio: cualquiera podía aprender a escribir sueños, la calidad narrativa era el único lujo.
Las medidas de seguridad resultaron débiles y los oportunistas no perdieron un segundo en invadir servers con toda clase de pesadillas. Escándalos se sucedieron uno al otro: deportistas que despertaban exhaustos previo a una final, políticos que perdían la compostura pública luego de sueños pedófilos, proselitismo de campaña incesante previas elecciones.
Las grandes compañias de tecnología destruyeron cualquier intento honesto de regulación democrática de la industria, y dormir tranquilo pasó a ser privilegio de multimillonarios.
Y nosotros nos quedamos sin poder volver atrás, soñando spam en la siesta, violados en el inconsciente, padeciendo paronirias enfermizas y viviendo el día al día con ojeras y arrastrando el trauma de programadores oníricos sin ley ni límite.
Dormir en negro, o despertar sin recordar nada... Lejos de todo, valles remotos sin conexión satelital se poblaron con los últimos soñadores de verdad.

jueves, 25 de febrero de 2021

Máscara de gato

Cuando nos sugirieron entrevistarlo al viejo de las máscaras me sonó a pedorrada (incluso para la sección cultural del diario local, sí), pero después de googlearlo me quedé con una gran expectativa: ¿cómo es que había tanto debate, tanto amor y odio alrededor de un viejo octogenario que coleccionaba y fabricaba máscaras? Algunos le atribuían el poder de salvar vidas, otros lo tachaban de estafador desalmado, de enfermo mental, de poseído por demonios. Nos concedió una entrevista para el domingo, así que Manuel y yo cancelamos nuestros planes familiares y allá fuimos. Tenía un caserón grande, vestía como viejo de geriátrico y tenía la cara que uno puede esperar de un coleccionista de máscaras: surcada de arrugas expresivas, piel porosa formando nítidos contornos y rasgos amables fáciles de dibujar y difíciles de olvidar. Nos mostró las máscaras de todo el mundo que tenía en vitrinas y cajas, nos explicó de rituales, de teatro, de psicología. Manuel sacaba foto tras foto. Nos mostró sus creaciones, sus libros de catálogos, su jardín exótico. Nos sentamos a tomar una limonada casera y, mientras el viejo llamaba michi michi a su mascota, le pregunté por las máscaras humanas. Me miró de refilón y su gesto se volvió torvo. ¿Las que había comprado a los pigmeos, o las que le encargaban? Las dos, dije queriendo sonar conciliadora e imparcial. Nos explicó que había gente que perdía a un ser demasiado querido y que entonces él se encargaba de extraer cuidadosamente el rostro fresco, curarlo y montarlo sobre una máscara: así los viejos jubilados podían contemplar a su compañera de vida antes de dormir, los padres podían vestir a un muñeco con las ropas de su hija y montarles la máscara, y que incluso, sabía, había quienes pagaban a una prostituta para que usase el rostro ajeno durante su turno, pero lo que sus clientes hicieran ya no le incumbía. ¿Y las acusaciones?, pregunté. "No tuve nada que ver con los asesinatos", se atajó, "y la justicia lo probó. Quizás algún demente copió mis técnicas, no sabría decirte". Finalmente apareció su gatito bajo la sombra de un ciruelo, un gato de pelo negro y brillante que, apenas saltó sobre su regazo, nos mostró una carita que había sido desollada por completo. Nos miró con sus ojos amarillos en medio de una extensa cicatriz color carne. Manuel levantó la cámara pero un ademán prohibitivo nos dejó en claro que a su michi michi no le íbamos a sacar ninguna foto.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Qué diría Enzo

Ahora te cobran el servicio por adelantado como si fuese un McDonal's. Solían ser el café más chic del centro, y miralos ahora cómo se rebajan. Hace cinco años yo venía acá con mis citas de tinder antes de invitarlas a mi departamento: capuchinos con dibujitos, tortas de mil calorías con pétalos de flores de sombrero, unas jarras hermosas de cuello largo con agua de canilla y rodajas de pepino. Tuve que cambiar de lugar porque, como un boludo, me enrosqué con dos de las mozas: una trabajaba los desayunos y la otra a la tarde. Anduvo bien hasta que renunció no sé quién y empezaron a cubrir almuerzos juntas los miércoles y los jueves. Caí un día con un ramo de rosas y el mozo (era el único varón del piso, pero no tenía pinta de homosexual) me atajó en la entrada y, con tacto, me sugirió no ingresar: adentro estaban las dos esperándome para comerme crudo. Supe que renunciaron al poco tiempo pero igual ya no volví: había movido mis operaciones a un cafetín viejo y olvidado sobre Las Heras, y el ambiente familiar, la atmósfera decadente de un lugar que supo tener el buen gusto de su época, los tangos de fondo, impresionaban tanto como cubos de azúcar con cursilerías grabadas a rayo láser. Les entraba por otro lado, digamos, y Enzo, el patrón, me trataba como un asiduo de toda la vida, como el hijo de un amigo, y más de una vez su interacción atrevida pero limitada con mis invitadas resultó clave para mi conquista final. Cambié un poco mi tárget, también yo me sentía con necesidad de cambiar de frivolidades, después vino la cuarentena eterna, me puse serio con la vecina del piso de arriba y recién ahora, años más tarde, volví a visitar estos dos cafés. Una vecina me dijo que Enzo fue en cana por abusar de su sobrina, el café estaba cerrado por remodelaciones. Y este otro café se vino tan a pique que te cobran en la caja, temerosos de que te escapes sin pagar. Ni los mozos parecen preocuparse de que la propina se gana por adelantado. Qué les diría Enzo.

martes, 23 de febrero de 2021

Cabezas de personas

Mi papá fue recolector de basura toda su vida: le permitió ganarse la dignidad propia, comprar un auto y nuestra casita. Fue uno de los trescientos decapitados en el Luna Park. Fue un golpe muy duro para todos nosotros. Me involucré con los conocidos incorrectos y perdí muchos años tras distintos estupefacientes. Mauro, viejo compañero de mi papá, me encontró una mañana dormido en la plaza y me reconoció. Me compró un desayuno, me invitó a su casa para ducharme y finalmente me consiguió un puesto de barrendero. Y mejoré, mejoré muchísimo, hasta que encontré la primera cabeza: resultó ser la de ese profesor de filosofía que desapareció en el camino a Santiago. No recaí en la droga pero falté al laburo por dos días. Hoy ya no me afecta tanto, pero cuando encuentro un bulto en una bolsa abandonada o envuelto en papel de diario, llamo a alguien más para que se ocupe: no me importa si en realidad es una vieja olla arrocera o una bolsa con joyas, las cabezas de personas no son basura para que un barrendero las junte.

lunes, 22 de febrero de 2021

Nervios

Escuché alguna vez que muchos cantantes famosos y de larga trayectoria tienen ataques de nervios cada vez que se están por subir a un escenario, que temen que todo salga mal cuando nunca jamás salió todo mal: hasta que no están ahí, cantando, y todo está bien, les es imposible liberarse de esa duda.

A mí me pasa parecido con la luz del baño: el botón está afuera y como la lamparita es de esas que se calientan antes de encenderse, ingreso al baño a oscuras mientras la puerta se cierra lentamente y la claridad exterior me ayuda en esa transición. Nunca me falló la lamparita ni existen demasiadas posibilidades de sucesos extraordinarios en mi baño, pero cada vez que voy tengo el miedo en el cuerpo de que la puerta termine cerrándose y que la luz simplemente no se encienda, de quedar perplejo en una negrura absoluta y de que unas manos enemigas me ataquen súbitamente sin que yo pueda defenderme.

viernes, 8 de enero de 2021

El niño del río

Todos los ríos tienen su consciencia, desde los ríos primordiales de la civilización (Tigris y Éufrates, Nilo, Ganges, Amarillo, Indo, Mississippi, Rin, Danubio, etcétera) hasta los tímidos ríos de montaña. Todavía oímos historias de hadas en el agua, de la Dama del Río, de ninfas, de ogros acuáticos, pero nadie conoce el origen de estos seres y leyendas.

Yo estudié el fenómeno toda mi vida, nací junto a la naciente del río más ancho del mundo, donde el Paraná y el Uruguay se hacen un mar dulce, y viví décadas a orillas de ríos de la China, la India y Europa, cazando estas visiones. Nunca entendí de dónde venían estos seres eclécticos que protegían, embrujaban o lloraban bajo el agua, pero hoy lo sé: el que se ahoga en un río (sea persona o animal) deja salir su cuerpo a flote, eventualmente, pero sus almas se quedan en los causes eternamente. Las subidas, las sequías, los remolinos y las precipitaciones los van moldeando y mezclando, integrando, separando y unificando.

Lo sé porque esta mañana mi hijo, que hace un año cayó al agua del Po en mi descuido, reptó desde la orilla, la cabeza llena de fango, para morderme la mano, sonreírme y desaparecer otra vez, para siempre.

jueves, 7 de enero de 2021

En medio del trance

La costanera estaba en su hora de apogeo, miles de personas como hormigas se desplazaban de la playa a los bares, de las oficinas a la playa, de un shop de souvenirs al siguiente, de una barra frutal a un puesto ambulante de kebabs. Yo ocupaba mi banco frente a las olas, los cuerpos bronceándose y las gaviotas hambrientas. Llevaba cuatro horas ahí, incapaz de moverme ni de pedir ayuda, pero nadie me veía. De tanto pensar descubrí lo que me pasaba: el chico del didgeridoo era el responsable. No era la primera vez que lo oía tocar ininterrumpidamente su instrumento, que maravillosamente obnubilaba la música dispar que cada comercio dejaba escapar de sus altavoces y el bochinche peatonal. ¿Habría pasado yo, alguna vez, junto a una persona prisionera de su encanto, sin notarlo? Era muy probable. igual que casi todo el mundo, yo evitaba las interacciones con extraños: estaba ahí para ver el mar en un día lindo de sol, nada más. Al menos, pensé, no me dolía el cuerpo por la inmovilidad: el soplido del didgeridoo me negaba todo acceso a mi cuerpo, incluyendo sensaciones. En la arena una turista que había estado bronceándose los senos luchaba ahora por encerrarlos en la bikini. Si tuviese una erección, ¿la sentiría? Saber que no iba a morir me había relajado: si todos los días moría alguien misteriosamente alrededor del chico del didgeridoo yo ya me hubiese enterado. Y aunque él dominase a la perfección para respirar sin dejar de soplar, tarde o temprano tendría que dejar de tocar su instrumento, ir al baño, ordenar un kebab, volver a su casa... Lo único que me daba miedo, la idea que me aterraba, eran las consecuencias de quedarme dormido en medio del trance, cuando la gente se esparciera y la monotonía de la música y las olas me ganara por completo...

miércoles, 6 de enero de 2021

Pesto

Compré una planta de albahaca por un euro con cincuenta. Quizás sea más de una planta, quizá sean diez plantitas dentro de la misma maceta. Al volver a casa la puse sobre una pila de manuales junto a la ventana: ahí va a recibir luz desde el alba hasta la mediatarde. El sol se pierde en la frondosidad en pequeña escala de su centenar de hojitas verdes y frescas, y y la plantita parece brillar desde adentro como el mismo sol de la Italia meridional. Ese mismo día me di cuenta la diferencia trascendente que aportaba la planta de albahaca al departamento, como un espejo festivo, una ensalada de verano, un aire de fin de invierno. Decidí llamarla Pesto y empecé a regarla todos los días. Así pesto creció como una fogata de salud, y a la semana le hice su primer regalo: compré una macetita de terracota por tres euros a un artesano y la trasplanté. Lo hice justo a tiempo, observé admirado, porque ya se asomaban, por distintos orificios en la base de la maceta plástica en que venía, varios mechones de raíces, blancos tentáculos de meduca curiosa. El cambio le sentó bien a Pesto: ahora tenía más espacio para expandirse y nueva tierra para incursionar. Y la vi inflamarse junto a la ventana, día a día, como un dragón que respira sus primeros alientos después de haber dormido cien años. Según Wikipedia Pesto medía dos veces y media la altura estándar de las albahacas. Una mañana me conecté tarde al trabajo porque la selva de albahaca bloqueaba todo el sol de la ventana. Y cuando necesité consultar el manual de Java sobre el que reposaba la maceta, no pude moverlo: las raíces habían horadado la terracota y el platito de cerámica y se aferraban como garras a la mitad de la biblioteca. Me acerqué con tijeras para liberar mis libros y, cuando me agaché para comenzar, sentí un suave golpe en la mano, preventivo. Me quedé contemplando la mata de albahaca. Algunas hojas eran más amplias que mi cara. Y supe que era hora de que Pesto honrara su nombre y terminara en un plato de fideos.

martes, 5 de enero de 2021

Perros, gatos, humanos

Desde el inicio de la humanidad debatimos (y nos batimos cuando no estamos de acuerdo) sobre qué pasa al morirnos. Que el paraíso, que el infierno, que reencarnamos sucesivamente hasta llegar al Nirvana, que etcétera. Y el ateísmo y su creencia que la consciencia se desvanece en la nada es, en realidad, un concepto muy reciente: quizás fuera la consciencia de la propia alma trascendente (y no pulgares oponibles, bipedismo vertical ni capacidad del habla) lo que nos separó como especie de los demás homínidos. Hay un detalle que nadie parece recordar: cuando aparecimos los humanos, no lo hicimos solos: con nosotros aparecieron los perros y los gatos, canes y felinos salvajes que dejaron de ser bestias para formar parte de la familia humana, de la comunidad. Y, de nuevo, hoy en día nadie comprende lo importante de esta coincidencia, pero en los primeros tiempos sí comprendían. Nuestros lazos con las mascotas son especiales, pero con perros y gatos se dan vínculos especiales... De nuevo, hoy entendemos todo mal: cuando alguien muere y deja atrás un alma inquieta, incompleta, atormentada, furiosa, vacía de afecto o sedienta de venganza, ese alma no se convierte en un espejismo ambulante que sólo se manifiesta a medianoche. No, esos espíritus son de otra naturaleza. Cuando alguien muere y no se quiere ir, recibe una segunda y única oportunidad: tomar forma de perro o de gato, volver y buscar fortuna, saciedad, felicidad.