lunes, 8 de junio de 2009

Transmigración de almas

Con una cocina, es decir una habitación grande separada del resto de la casa y dedicada a cocinar y comer; con cajones con cubiertos, una heladera con comida, alacenas llenas de latas, paquetes y cosas brillantes; con puertitas que esconden vasos, platos haciendo juego, limpios; con una mesa con mantel; con ventanas y vidrios; con una mesada esas de mármol en la que se apoya un juego de cinco cuchillos profesionales, una batidora, un microondas, un palito con papel higiénico del grande, papel de cocina. Con todas esas cosas yo también le haría el desayuno a mis viejos, ¡todos los días! No me costaría nada levantarme temprano, como lo hago ahora por el frío, poner una pava a calentar sobre una hornalla, controlar que el pan no se tueste demasiado y esas cosas. Serían buenos padres y yo tendría muchas cosas, ¿qué me molestaría dedicarles media hora por día para el desayuno, teniendo todo el resto de la vida como se debe?
Sí, eso pensaba el sábado a la mañana mientras le preparaba el desayuno a mis viejos, tratando de ponerme en la mentalidad de un extraño muchacho de la villa que, cagado de frío, pensaba en mí mientras se apretaba la panza con las dos manos, entumecidas.

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