viernes, 19 de junio de 2009

Peregrinación al Killyinmandjharo

El sultán de Valparaíso estaba sorprendido de seguir allí: ese pequeño fortín debería estar ya reducido a escombros. ¿Cómo diantres hacían a devolver todavía bala por bala? ¡Todos allí dentro deberían estar muertos! Con voz sangrante y el mameluco corrido ordenó recrudecer el ataque, no escatimar pólvora, y diez minutos después vio alzarse, a través de la ventanita más pequeña, una larga banderilla blanca.
Dejó pasar un minuto antes de gritar el cese el fuego, justo cuando una esquirla tronchó el asta del paño. Entonces embarcó en una chalupa, que bogó hasta tierra y lo depositó en la orilla arenosa. Su rostro irradiaba felicidad: ¡Valparaíso era finalmente, en su totalidad, su sultanado! En el nuevo silencio que inundaba el reciente campo de batalla, el sultán dio la órden de salir a los vencidos.
Y para su asombro, vio desfilar, desde adentro del fortín, a una vieja con gorro colla tirando de una llama, un par de indios maoríes pequeños y asustados, un elegante caballero con armadura y plumas rojas en el yelmo, un bufón haciendo vueltas carnero, una viuda borracha, sostenida por un viejo marinero pirata, y un terrier con una botella en la boca, con un pergamino adentro. Hisculpe don, dijo la vieja con la llama, ¿sabe pa ónde queda un tal Killynmandjharo? El sultán, obviamente, no supo contestar, pero su lugarteniente señaló, boquiabierto, las montañas a su espalda.

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