martes, 15 de septiembre de 2009

Ocho treinta a nueve treinta

Tuve una prolongada hora en la que mi mente viajó de la realidad al ensueño mil un veces. (Es como hacer múltiples combinaciones de subtes, pero que en vez de subterráneos son trenes de las nubes, y no hay montañas, hay nubes y cóndores y parapentistas. Variar tanto, de la cama al sueño, es como manejar el timón del velero Imaginación y soltarlo cerrando los ojos, manejar el timón y soltarlo, cerrar los ojos y manejar, soltarlo y cerrar los ojos...) Entonces sucedió lo siguiente:
En la antigua región de Israel y toda esa zona en conflicto, no sólo las mujeres debían tapar su rostro, sino también los hombres. Y el verdadero origen de la costumbre no era la religión ni el machismo: eran los gigantes. Estos brutos gigantes eran los dueños de todo, y aparte de bajar una política muy bélica, sucia, conflictiva y de disputas internas, tenían derecho a asesinar a todo hombre cuyo rostro fuera visible.
Y creo que el resto de la historia (que fluía libre cuando traspasaba el colchón y dormía) es poco relevante: la búsqueda del martillo de madera de mi amigo, el refugio en el panteón destruido, el encuentro con la mujer que hacía la jalea de cereza más rica, la visita a la mansión sembrada con pilas gastadas... Todo oneirismo similar creo que está erosionado ya: la arena de los gigantes no tiene compasión por nadie.

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