jueves, 26 de marzo de 2009

Y que la vida pasa

Aprendiendo a disfrutar los padecimientos de la nueva vida de Rafa. Poder elegir bajarme en la otra estación, mandarme derecho a perderme entre subtes, pasar por la casa de alguien (lástima que duerma o no esté), volver de noche, ignorar el dolor de las piernas, saber que me espera un platito de comida. Ver un perro en la calle vacía, escarbando con los pies alternos (con fuerza, arrancando pastos), mientras me mira; y con la luz del auto que viene atrás mío, con su silueta negra de Grim en miniatura, brillan los ojos reflectores: amarillos, inexpresivos. Pero ahora puedo pasar a su lado sin que me importe que ladre o intente morderme, porque soy un nuevo Rafa. No, en realidad soy el mismo, pero haciendo cosas nuevas.
Tal vez cuando empecé el jardín tendrían que haberme dicho: acostumbrate, porque más o menos así va a ser hasta el final del secundario (no era polimodal en aquella época), o quizás hasta la facultad. Hoy sé que así va a ser rato largo, que el ocio no va a volver, que las patadas se van a volver cotidianas y las piernas, de tullidas, van a dejar de doler. Tal vez el lunes me tendría que haber dicho: preparate Rafa, porque aunque no lo sientas, aunque vuelvas a querer a lo mismo, empezás una etapa sin retorno. Las hojas del libro que estás leyendo se quedan pegadas apenas las pasás.
Tal vez hubiera sido inútil, pero qué linda (y melancólica) comparación, ¿no, Rafa?

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