viernes, 13 de marzo de 2009

Pozos, nubes y peces

Si el amor es un pozo en la tierra (o una cuenca mejor dicho), el enamoramiento es una lluvia. Las nubes, en función de cupido, precipitan sobre algún pozo: a veces pequeños, a veces profundos y angostos, a veces inmensos como lagos, lagunas o mares. Y a veces, también, las nubes son pasajeras y rocían una simple llovizna olvidadiza; aunque pueden llegar a ser torrenciales, verdaderas cataratas celestiales. O, en extrañas oportunidades, granizadas que golpean el lecho reseco del pozo. O sino nieve: cristales esponjosos que deben derretirse antes de adquirir forma líquida y para volverse habitable.
Ah, sí: porque en esos pozos, llenos de precipitaciones, viven peces. Generalmente (y es sano que esto ocurra) sólo vive un pez por estanque. Ese pez es, queridos amantes, el ser amado.
Y la conclusión evidente de toda esta situación es: cuanto más grande sea el pozo y más le llueva, más tardará en secarse el estanque (incluso puede que nunca se seque, sino que le llueva continuamente), entonces más cómodo podrá estar el pez. Pero si es pequeño y/o está casi vacío, el agua se evaporará al poco tiempo y el pez no subsistirá.
Todas estas cosas, como en la naturaleza que le da analogía, se dan por si solas: el amor, el enamoramiento y los enamorados. Pero el verdadero reto viene después: tratar de descubrir cuánto ha llovido (pues al principio el agua se siente toda parecida), tratar de medir cuán profundo es el lecho que se ha mojado, y, tal vez lo más preocupante pero no menos importante: saber si el pez quiere estar allí o en otro lugar.

Luego de esta larga reflexión suspiro y pienso, entristecido, en lo cruel que es ser como un niño entusiasta y pensar que todos los pozos son lagos inmensos, para descubrir, con la primera sequía, que era tan sólo un espejo de agua en el que hasta un insecto puede hacer pie.

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