jueves, 12 de marzo de 2009

Buenos vecinos

Joaquín levantaba un ojo sobre la medianera y, cuando comprobaba que Don Abel miraba para otro lado, le arrojaba una piedrita. Nunca acertaba, pero el vecino sabía muy bien que Joaquín estaba ahí, molestando. Y el chico sabía bien que, en cuanto lo hiciera enojar, Don Abel lo retaría; tal vez le daría una cachetada, pero podía ser que no... nunca se sabía: tal vez podría tirarle piedritas toda la tarde para entretenerse; tal vez Don Abel lo invitara a tomar una leche con galletitas de su mujer; tal vez las piedras se convirtieran en pequeños soldados y se armaría una guerra en el patio del vecino; tal vez eran huevitos de arañas... ¿Quién iba a saber, a fin de cuentas, lo que podía pasar?
Joaquín, de cuatro añitos, no lo sabía. Porque finalmente Don Abel se cansó, dio dos largos trancos, lo cazó del otro lado de la medianera y, sosteniéndolo con furia, le escupió que se encerrara en su dormitorio. A Joaquín lo asustó, más que el grito, la llave francesa que Don Abel bamboleaba en su otra mano. Así fue aprendiendo poco a poco las leyes de la naturaleza y a ser cortés con los vecinos… Pero siempre guardó la esperanza de que, aquellas piedritas arrojadas esa tarde, se convirtieran en pájaros o gallinas.

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