martes, 17 de abril de 2012

Mil chispas

Un túnel. Vías en un solo sentido, un único carril. El tren avanza implacable con trescientos pasajeros, y yo estoy entre ellos. Por ambas ventanillas veo el cableado y los tubos de plástico oscuro que serpentean sobre las paredes del túnel; sé que llevan electricidad, agua, tal vez gas, pero ignoro por qué son tantos, por qué se entrecruzan así, por qué suben y por qué bajan. Su movimiento hipnotiza. Un bebé llora a upa de su mamá.
De repente veo un chispazo. Una luciérnaga perdida me imagino sin pensar. Pero enseguida, en el espejo que está al lado de la ventanilla, veo mi reflejo y, detrás, del otro lado, dos chispas más. Y más chispas. Incisiones amarillas en el negro paisaje del túnel estrecho. De pronto hay chispazos en todos lados, los rostros de los pasajeros y del bebé se iluminan de amarillo, el color del piso se destiñe, las pupilas se achican, el bebé deja de llorar.
Más chispas. Afuera ya no predomina la oscuridad, sino la claridad; de los tubos que serpentean no se ve más que contornos fugaces. Las chispas parecen meteoritos de carbón incandescente, y hay miles, un enjambre irregular. Un ruido a estática hace vibrar todo el vagón, pero el tren sigue a su velocidad. Tal vez más rápido.
En los segundos que siguen, las chispas se convierten en llamaradas eléctricas que invaden desde las ventanillas, obligando a la gente a tirarse al piso, llenando el techo y los focos de luz con un hollín sucio. Yo sigo de pie. El tren avanza. Mil luces se preparan a mi alrededor.
Me gustaría recordarlas todas, a cada chispa en particular, anotarlas, dibujarlas, pero casi todas se van, se extinguen, me abandonan. Las que llego a capturar las guardo acá, para releerlas después.

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