miércoles, 11 de abril de 2012

Lo que el tornado me contó

-Feliz cumple abue –le desié a la abuela cuando me fue a abrir la puerta-. ¿Cómo estás?
-Gracias querido, bien, bah, acá con Adela que no se puede levantar de la cama. Pasá pasá –dijo, y se aseguró de haber cerrado bien la puerta de calle-. Pasá, pasá.
La tía Adela tenía más de noventa años y se había caído hacía un par de días, entonces mi abuela, su hermana, fue a cuidarla. Justo el día que cumplía ochenta y cinco años.
-Tu papá me llamo hace un rato y me contó lo del tornado –decía mi abuela desde atrás mientras caminábamos por el pasillo largo, anaranjado y lúgubre-. Yo acá no sentí nada, estuve toda la tarde adentro, con la radio prendida, más que un poco de lluvia no sentí.
-Es que acá no pasó nada abu –le expliqué, sin mencionar el tema de que estaba sorda como un DJ-. Sólo llovió.
-Mónica me llamó recién y me dijo que allá en Torcuato cayó una granizada tremenda, pero acá yo no sé. No sentí nada.
-No abu, acá sólo llovió fuerte. Nada más.
Entré al departamento. Hacía más de dos años que no lo visitaba, y el deterioro me pegó en la cara desde la puerta. Y en la nariz. Desde adentro emanaba olor a sucio y a viejo, como esos borrachines que se duermen en el tren. Arrugué la nariz pero tampoco dije nada, mi abuela hacía décadas no tenía sentido del olfato.
-¿Comiste?
-No abu, pero no te preocupes tampoco, no tengo mucha hambre.
-Ahora te traigo algo para que te hagas un sanguchito. ¿Querés tomar una leche?
-No gracias –dije amablemente, dejando la mochila sobre una silla y mirando alrededor-. El sanguche está bien. ¿El baño estaba por allá no?
Atravesé el living con la sensación de que caminaba por el número 12 de Grimmauld Place, la noble y ancestral casa de los Black: en las paredes había reproducciones desteñidas de pinturas Reynolds, de barroco flamenco, un poster de Evita y de algunas actrices en blanco y negro que ya debían estar bajo tierra. Los tres modulares desvencijados estaban llenos de adornos de todo tipo, portarretratos varios, suvenires rotos y mugrosos de casamientos y bautismos, imanes con almanaques, tinteros, adornos de plumas de pavo real apolillados, cerámica opaca, bronce de óxido verde, lapiceras rotas, pedacitos de plástico decolorado, y cosas así. Todo cubierto con un suave tul de telarañas.
Pasé por la habitación de la tía Adela y la saludé. Estaba echada en la cama, esquelética y tapada con varias frazadas. Le di un besito sin entender ni un pito de lo que me decía, y pasé al baño. Cuando volví al living mi abuela estaba aplastando con la mano unas pequeñas cucarachitas que se escapaban por la pared. Fui a la cocina a buscar un vaso con agua y mi abuela me advirtió que lo enjuagara bien primero, que había bichos por todos lados.
En la cocina patié el platito de comida del gato, y varias cucarachas salieron corriendo. El olor ahí adentro era peor que en el resto del departamento, tanto que tuve que aguantar la respiración. Puse un vaso de vidrio abajo del chorro de agua, lo sequé como pude con un repasador pegajoso, saqué una botella vieja de la heladera y volví al living.
Mi abuela me había dejado unos panes duros, un cuchillo sin dientes y un poco de mayonesa y fiambre que, a juzgar por lo viscoso, estaba abombado hacía varios días. Me encogí de hombros y comí mientas ella tiraba unas frazadas en el piso para que yo me acostara. Supuse que no se daba cuenta que no iba a entrar en un metro y medio, por eso la perdoné y no dije nada. Dormir con los pies en el aire tampoco iba a ser la muerte, siempre y cuando las cucarachas no me hicieran cosquillas.
-¿Te dejo una luz prendida?
-No no, si está oscuro mejor.
-Menos mal. Adela tiene la manía de dejar todo prendido para que la gata vea de noche. No entiende que los gatos ven bien donde está oscuro.
Nos saludamos, yo llamé a casa para avisar que estaba todo bien, y me fui a dormir. Durante toda la noche soñé que la abuela daba vueltas por el living, chancleteando del otro lado de la mesa, de ida y de vuelta. En un momento soñé que la tía Adela se salía de la cama y se movía arrastrándose por el piso, enredada en su camisón y en sus frazadas, atrás de la abuela. Y yo de acostado las miraba sin decir nada, pretendiendo estar dormido. En un momento mi abuela y la tía daban la vuelta a la mesa y me miraban, una desde arriba y otra casi desde mi altura, y les veía las caras momificadas, sin ojos, chupadas, muertas y secas. Por algún motivo no me dio miedo, sino algo de asco. Ni siquiera pensé que fuera una pesadilla.

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