martes, 13 de marzo de 2012

Y recomenzar

-Nosotros también teníamos motos -deslizó con suavedad el oficial de la papada de sapo-. No como la de ustedes -aclaró, ladeando la cabeza muerta hacia la puerta cerrada-. Más elegantes. Más negras. Más pesadas. Más grandiosas.
Los comentarios sueltos de los muertos, esas cuerdas sin atar, los suspiros como punto final de una anécdota, eran las colillas aplastadas de los cigarrillos que no nos fumábamos.
-Mis dos hijos se mataron en una moto -dijo un sargento que hasta entonces no había hablado, allá en las penumbras de la esquina más alejada. Tenía las piernas cruzadas en una posición faraónica-. Fabricábamos tan buenas motos que el motor no se hizo nada. Me la llevé manejando del lugar del accidente.
Mi comandante me hizo un gesto que casi pasó desapercibido, pero llegué a captarlo.
Bostecé.
-Lo sentimos mucho -dijo mi comandante, inclinándose hacia adelante-. Pero entramos en servicio a las cinco de la mañana. María Laura y yo necesitamos dormir. Gracias por todo. Fue una noche interesante.
Nos pusimos de pie y los muertos nos siguieron con sus caras endurecidas. Parecían reprocharnos lo breve de la reunión.
Salimos a la humedad de la noche fría y encendimos nuestros cigarrillos a la vez. Mientras soltábamos con placer el humo, él por la boca y yo por la nariz, nos subimos a la moto. ¿Qué tenía de malo nuestra moto? Las del ejército eran espectaculares.
-Nunca dejes que los muertos recuerden a sus muertos -me aconsejó mi comandante mientras nos alejábamos del cobertizo-. Porque antes de que te des cuenta, es de lo único que pueden hablar.

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