lunes, 12 de marzo de 2012

Y empezar

Había oficiales de los tres ejércitos, una ama de casa, un pope flaco, un viejo con galera y monóculo, con el cadáver de su perrito echado en su falda. Sus caras eran grises en la oscuridad, gris azul, gris verdoso, gris amarillo, gris crema, gris violeta. Estaban chupados, incluso ese general gordo con papada, tenían los agujeros de los ojos vacíos o con pelotitas achicharradas, ridículas, los uniformes y la toga, empolvados y con telarañas, les quedaban como a maniquíes muy chiquitos.
La lámpara central se balanceaba apenas y no sabía si era eso lo que me hacía pensar que los muertos con los que mi comandante y yo estábamos reunidos se movían. Quise mirar más atentamente sin llegar a ser descortés, y noté que sí. Se movían. Apenas, aletargados, como en sueños. Los muertos se movían.
-Presentate -me aconsejó mi comandante-. Quieren conocerte.
-Ah... Hola...
¿Había dicho que me presentara, o que saludara?
-Hola -reafirmé, fingiendo que sabía lo que decía-. Soy María Laura. Un gusto en...
-María Laura -me interrumpió la voz ronroneante del militar con papada de sapo-. Gian nos habló mucho de usted.
A pesar de la luz pobre e inestable que colgaba del techo, intuí algo de rubor en la cara de mi comandante.
-Es increíble -añadió enseguida, también fingiendo saber lo que decía- que hasta los muertos se apresuren a decir estupideces, ¿no?

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