domingo, 11 de marzo de 2012

Y llegar

Manejaba yo. Era de noche y la óptica de la moto iluminaba poco. El camino había sido de asfalto hacía siglos, ahora era la peor de las gravas. Inestable y peligrosa.
Él conocía el camino y era el que daba las indicaciones.
-Acá es.
La luz de la moto iluminaba la mitad de un cobertizo chiquito, al borde del camino, oculto por una capa de arbustos achaparrados. La puerta estaba cerrada.
-Hay que esperar a que se decidan abrirnos -me explicó, sentándose en el zócalo de la pared junto a la puerta, encendiendo su primer cigarrillo-. Hay veces en que no abren en toda la noche.
-Esperemos que hoy no sea así... -suspiré, dándole la vuelta a la edificación ruinosa.
Cuando volví frente al foco de luz vi que él estaba pisando su cigarrillo y que la puerta se había abierto.
-Apagá la moto -me ordenó, más serio, sacándose el casco antes de entrar-. Y vení enseguida, que quieren cerrar.
Adentro había una mesa cuadrada llena de tazas vacías y sucias, cartas manoseadas por generaciones de militares, y una docena de sillas ocupadas por muertos, distribuidas alrededor. Mi comandante se sentó abajo de la lamparita amarilla, en el centro de la habitación, y me invitó a sentarme al lado en un taburete.
-No hacen nada eh.
Me senté y saqué mi encendedor.
No -me detuvo con un gesto-. No fumes que los pone tristes. Como ya no respiran...

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