martes, 13 de marzo de 2012

E ir

Llegamos rápido a las barracas porque de vuelta manejó él. Yo bajé del sidecar y esperé a que él bajara de la moto, pero permaneció quieto, todavía con el motor en marcha.
Él sabía que a los altos oficiales no hay que molestarlos durante la noche, pero supuse que estaba queriendo decirme algo que no debía ser oído por nadie más. Me acerqué.
-Teniente... -susurró. Ahora que estábamos en las barracas ya no usaba mi nombre, por más que el motor de la moto nos aislara del resto de la noche-. Teniente, ¿a usted le gustaría, si eventualmente muere, permanecer como uno de esos muertos?
Dudé qué responder. Los muertos...
-No señor.
-Nunca conseguí respuestas claras, pero creo que se quedaron así, ahí encerrados, porque cuando estaban vivos decidieron no hacer algo que tenían que hacer. Y ahora están ahí. No pueden ni ponerse de pie para hacer lo que quieren. Tienen que esperar a descomponerse del todo, tienen que dejar pasar el tiempo, encerrados en un cuartito que se vuelve ruina...
-No quisiera ser como esos muertos, señor -afirmé con decisión, intentando transmitirle confianza.
-Yo tampoco.
Pasaron cinco seguros y empezó a llover. Frías y tenues gotas de lluvia. Pude ver que en una mano dentro de su bolsillo se movía, inquieta.
Finalmente mi comandante apagó la moto, me dio las buenas noches y se alejó agobiado bajo la lluvia.
Me lo quedé mirando. Adentro mío latía una emoción fría y cruel. Acabábamos de vivir el momento perfecto para que me pidiera que me casara con él. Pero allá se alejaba, dándole vueltas a las alianzas en el bolsillito húmedo, acartonado, estrecho y sucio del uniforme.
Yo no quería volver nunca más a esa reunión de muertos. Ni quería ser como ellos. Él, mi comandante, estaba equivocado: algunos hombres nacen muertos y se dan cuenta que no vivieron recién al morir. Reconocen el impacto cuando ya cayeron, y arrepentirse entonces no tiene sentido de nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A ver qué tenés para decir...