lunes, 12 de marzo de 2012

Y permanecer

El pope muerto metió una mano raquítica abajo de su túnica remendada y comida por las polillas, y sacó un reluciente par de anillos de oro. Con lentitud los dejó en las manos de la señora muerta, quien sin mirarlos se los pasó al más condecorado de los oficiales de la reunión. Él se los pasó, con la misma parsimonia, a mi comandante.
Él acababa de contar la historia de cómo se habían conocido sus padres, durante la guerra Quinta.
-¿De quién eran estos anillos? -preguntó, mirándolos un momento y dándomelos.
Yo me los acerqué a la cara para verlos mejor a la luz temblorosa de la lámpara. Los nombres de la pareja se habían borrado de tanto uso.
-No sé a quiénes pertenecieron en un principio -dijo el pope, moviéndose muy despacito en su silla-. Yo se los saqué a unos ladrones que murieron cerca de la villa de mi parroquia. Su auto desbarrancó y se fue al río. Uno de los ladrones se ahogó. Cuando lo encontraron tenía los dos anillos apretados en una mano.
Mi comandante me miró algo divertido, y le devolví los anillos, que pasaron por las manos frías del oficial, de la mujer y del pope.
Él los sostuvo frente a su cara, mientras agregaba:
-Debió ser una sensación extraña atravesar el cristal de un auto y caer al agua, ¿no? Y no poder salir...
Entonces, como con pereza, volvió a pasarle los anillos a la mujer, al oficial, a mi comandante.
-Quédenselos. Los muertos no necesitamos alianzas.

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