jueves, 1 de abril de 2010

Condición humana XXXVIII

Los dedos de los pies duelen como si en cada falange un aro de metal me comprimiera los huesos, apretando más y más. La planta de los pies se sienten como caminar sobre agujas ardientes, el empeine sufre como si un taco aguja lo pisoteara sin clemencia. El tobillo hace más daño porque siento que está roto en muchos pedazos sueltos. La tibia y el peroné chillan como si les arrancaran la carne a jirones, y los gemelos tienen siempre un eterno calambre. Las rodillas se sienten como si estuvieran a punto de estallar bajo una presión titánica a cada instante, y el húmero parece más bien una bayoneta oxidada y mellada que se clava en los músculos agarrotados que la rodean. La cadera es un padecimiento viviente porque con cada movimiento revela novedosos choques eléctricos que llegan a la cintura y escalan por la columna vertebral.
Así me duelen ambas piernas, así dolieron siempre, camine, repose o salte. Por eso camino intentando ignorar el dolor que sienten, pues no hay nada mejor. Incluso me esmero por ir rápido y no rezagarme, y me doy el lujo de brincar con gracia cada tanto. Y poco de esto me molesta, porque estoy seguro de que la mayoría de la gente que conozco sufre igual que yo; sólo que algunos lo soportan mejor, mientras otros cojean sin conocer por qué.

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