domingo, 18 de abril de 2010

Mundos hirvientes

El sol chorrea humedad sobre nuestro mundo como el sudor que mana de nuestra piel. La música llena la aldea, empezando por nuestros pies que patean las chapas del techo y seguida por las voces de nuestras madres y abuelas que, mientras cepillan al gato en el alero, mientras lavan la ropa en la zanja, mientras corren a los perros, revisan la basura, lavan los vasos o se rascan la cabeza, empiezan a cantar alegremente. Siempre hay algún hombre grave de buena garganta que completa la orquesta, algunos chicos mayores que sin dejar sus labores de lado golpean alguna mesa o chapa con la mano o el pie, marcando el pulso. Nosotros seguimos corriendo sufriendo el calor pero sin darle más importancia que al aire que respiramos. A veces llegamos junto a los monos y los corremos con palos, felices. Las risas y los llantos de los bebés completan el coro y la villa arde en un canto sagrado que hace siglos no representa a ningún dios de esta parte del mundo. Las nubes de polvo en la carretera, el multicolor marrón del basural, el plateado invisible y blanco de los techos de chapas, los kilómetros de ropa colgada de cables o estirada sobre cualquier lado, los rascacielos celestes en el horizonte, los barcos humeantes del otro lado, y los ojos negros de la gente también, todo se transforma en música que de miserable tiene bien poco y que de vida tiene todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A ver qué tenés para decir...