domingo, 4 de abril de 2010

Dos héroes

Un hombre enorme, rubio y musculoso como viquingo caminaba por esa calle vacía junto al otro, quien se diría Queequeg, negro, misterioso, austero de andar y tan alto como el rubio. Los dos avanzaban con la cautela tensa de los que viajan a la noche en un país desconocido.
-Ahora que lograste paz para tu país Lombarbrigo -dijo el oscuro en un francés africano-, ¿no piensas quedarte en una casa tranquila, encontrar una mujer de tu gusto, formar familia y morir en tu patria?
-Me tienta la idea -contestó el otro con un crudo francés de ruso, vigilando siempre los lados del camino-, pero para mí es poco realizable.
-¿Por qué dices eso? Tú te cargaste solito a los militares que mataban a tu gente e instauraste el poder aristocrático más honesto y transparente que conoce el continente -reflexionó el negro con dificultad-, ¿de veras crees que te costará encontrar una mujer con quien casarte?
-No es ese el problema. Tengo inquietud, no puedo quedarme en un lugar luego de tanta lucha, tanta muerte y tanto dolor. Siento que moriría.
En ese momento oyeron tras ellos a dos vehículos que venían en carrera por la ruta. Cada tanto los acompañaba una ráfaga de metralla.
-Tú también sabes cómo me siento -continuó diciendo el ruso-. De lo contrario no habrías venido a buscar mi ayuda, ¿no?
El hombre oscuro asintió, agudizando su oído pero sin dar signos de molestia.
-¿Falta mucho para llegar a tu querida Kamakenia? -preguntó el rubio.
-Un mes a pie por esta ruta eterna. Si conseguimos un transporte será muchísimo más rápido, pero más peligroso también.
-¿Y dices que la guerra civil en Kamakenia es cruda como el régimen que había en Lombarbrigo?
-Tú lo juzgarás con tus propios ojos, pero me atrevo a decir que es igual o peor.
El estrépito de los motores aumentaba a cada segundo, y los dos hombres enormes pusieron muecas de desagrado al oír las armas, las risas y los gritos desesperados que venían con ellos.
-Hay bastardos por todo el mundo -comentó el Queequeg, deteniendo su marcha y dándose vuelta, mirando rudamente hacia donde venían las camionetas-. Esos son los llamados Piratas de Zimpantre...
Sin que el ruso dijera nada, el negro sacó la lanzadora de granadas que llevaba en su mochila y se arrodilló junto al camino. El rubio tomó distancia, sin decir nada. Esperaron veinte segundos. En la negrura se veían las ráfagas de disparos que perseguían al primer coche o que se elevaban en el cielo. El primer vehículo, transportando hombres, mujeres, niños y ancianos desesperados, los sobrepasó a más de ochenta kilómetros por hora, emitiendo aullidos de dolor y angustia. Entonces el Queequeg apuntó con cuidado al segundo coche y apretó el gatillo. Un fogonazo y una explosión dieron luz a todo el valle por un instante, y al siguiente la camioneta descontrolada y ardiente se fue encima de su destructor, saliéndose del camino.
El ruso rubio se persignó, sin inmutar la aridez de su rostro, y tras contemplar el fuego y el crepitar hasta que sus ojos se hirieron, se dio vuelta y siguió caminando. La camioneta con exiliados se había detenido poco más adelante.
-Un mes a pie por esta ruta eterna -repitió-. Si conseguimos un transporte será muchísimo más rápido, pero más peligroso también... El camino a Kamakenia.

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