viernes, 4 de diciembre de 2009

Norita viaja en tranvía

Victorino de la Plaza hizo varios avances en el siguiente año. A parte de la estategia de pagar por las trenzas rojas, por diversas fuentes y medios se publicitaron los tatuajes. Y desde entonces hordas de jóvenes bavianos, varones y mujeres, acudieron a casas de tatuadores para estar a la moda. Esos tatuajes, escandalosos al principio, al cabo de los meses perdieron su sentido (incluso para los mulanos heroicos) y bavianos y mulanos se fusionaron cada vez más.
Para entonces a Norita no le quedaban más que dos trencitas rojas. Sabía que pronto se quedaría sin dinero. Entonces no le quedó más remedio que resignarse: una semana atrás había abierto, sobre Córdoba y Esmeralda, un pequeño restorán, el Bar Castelar, atendido exclusivamente por mulanos conversos; y otros locales lo habían emulado. Norita sabía que llegaba el turno de conseguir un trabajo, como todos alrededor de ella, como los bavianos, como los niños y las niñas de menor edad, como todos los ciudadanos de la nueva Argentina. Resignada le preguntó al verdulero cómo llegar al Bar Castelar y caminó hasta la parada del tranvía. Llegó, vio subir gente y, atemorizada por el sonido vibrante, se subió de un golpe. Allí adentro se sintió apretada y asfixiada, rodeada de esa vibración de transporte, y presa de pánico se acurrucó en un lugar oscuro, ignorando las risas de los demás. Entonces oyó que alguien le quería cobrar un pasaje. Y Norita, colorada, asustada, indignada de que la tuvieran que ver así (¡a ella, hija de mulanos heroicos!), asintió quedamente y sacó las tijeras. Inmediatamente a su alrededor se despejó un círculo temeroso, pero Norita, simplemente, cortó la anteúltima trenza y la ofreció, sin levantar la cabeza, escondiendo sus lágrimas, al cobrador del boleto.


Sí, hace rato no se sabía de Norita, así que por acá les dejo link a sus andanzas ulteriores.

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