jueves, 17 de diciembre de 2009

Caharuh con Memto

Memto no pasaba un día sin evocar, aunque sea para su privado placer, aquellos cinco veranos que pasó en su juventud en la casa de Córdoba de su tío. El arroyo, los árboles, los barriletes, la pesca, las viñas, la hamaca altísima, las vacas. Todo había sido hermoso en la casa de Córdoba, cómo le hubiera gustado volver a esos días.
Ahora Memto vivía en esa casa de Córdoba: su tío había muerto y, a pesar de haberlo descuidado los últimos años, él heredó la casa. Hacía ya siete años de esto, las viñas estaban echas un desastre, el hormigón se caía por la humedad, había ratas y cucarachas por todos lados, yuyos hasta en la cocina, pero Memto se resistía a tirarla abajo. Pero no por los recuerdos, sino por uno solo, por un recuerdo en particular: el tío le había hablado, un cinco de diciembre cuando Memto tenía seis años, del tesoro de su bisabuelo. Sí, Memto sabía que en algún lugar de esa casona derruida se ocultaba un tesoro en oro, piedras, vestidos y armas. De hecho sabía exactamente que había una colección de once estocas del siglo XI, el vestido amarillo de alguna reina española de nombre Juana, casi un kilo y medio en monedas de oro de las Indias y un cofrecito de ébano con joyas y diamantes: el tío había dejado eso escrito en su habitación. Pero tras siete años de vivir y revisar todo el tiempo la casa, el tesoro no aparecía.
Entonces un día, mientras Memto pensaba que tendría que organizar una demolición cuidadosa y privada, para revisar escombro por escombro en busco del tesoro, oyó la vieja campana. Al salir a la galería vio que un niño rubio y hermoso caminaba desenfadadamente hacia él.
-Permiso -dijo Caharuh, empujándolo apenas para poder entrar a la casa, dejándolo atónito-. Estoy apurado.
-¿Quién sos?
-El que sabe dónde está lo que buscás -le contestó. A todo esto ya estaban subiendo las escaleras hacia la habitación del tío difunto.
-¿El tes...? -Memto se calló. Repensó y dijo:-. ¿Sos un primo mío?
-Se puede decir que sí... -respondió Caharuh encogiéndose de hombros.
Una vez en la habitación señaló el placard, que estaba incorporado en la misma pared. Memto abrió el placard, sacó todas las cosas y, bajo la orden del niño rubio, pateó, rompió y extrajo la madera de roble que separaba el fondo del armario de la pared. Apareció entonces el ladrillo vivo.
-¿Tengo que romper acá? -preguntó, transpirado, acelerado, muerto de ansiedad y euforia.
-Sí, sí -respondió Caharuh, sonriendo y brillando, como si en verdad eso fuera inútil, como si fuera mentira que el tesoro estaba dentro de aquel muro.
...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A ver qué tenés para decir...