martes, 8 de diciembre de 2009

Caharuh con Aulil

Aulil era una persona triste sin cabida a la duda. Sin novios ni aventuras por más de veinticinco años, llegaba a su cincuentenario sin esperanzas de pasar otra Navidad en el Banco. Aulil trabajaba en el Banco Nación sobre calle Padua desde que le empezó a desaparecer el acné, y seguía allí y seguiría allí. Había visto toneladas de desempleados en varias crisis nacionales y sin embargo su superficial amistad con el gerente (amistad basada en fealdad mutua y pena profunda por Aulil) la mantuvo siempre en su caja, detrás del vidrio, con los codos sobre el mármol, sentada en un taburete de funda roja. Todo el mundo la conocía, los viejos clientes y los viejos empleados, el viejo policía y los verduleros de la otra cuadra, donde Aulil pasaba siempre al salir del Banco.
Pero otra Navidad como voluntaria recluida en el Banco no. Otra vez la dejarían a ella cerrando las cajas, cerrando las cuentas, cerrando todo, sola, sin llorar pero sola. Le delegarían por única noche todas las responsabilidades y lo haría todo perfecto. Esta vez haría todo perfecto.
Firmó las últimas cosas por firmar, celló, pegó, dobló, cerró cajones. Cerró cajas y, tras echarle un último vistazo a los locales por cerrar de la calle Padua, bajó la cortina metálica. Y cerró la puerta desde adentro. Apagó las luces y el polarizado de los vidrios la envolvieron. Caminó con melancolía injustificada hasta su taburete y se sentó en él. Sacó un Phillip Morris del bolsillo, dispuesta a fumarlo, pero se arrepintió. Hacía catorce años no fumaba, no quería que hubiera sospechas sobre el tabaco sobre su muerte. Desde donde estaba estiró la mano y tanteó el sitio de su compañera y abrió su cajón para guardar los cigarrillos robados. Después se desperezó y cuando volvió a buscar en su bolsillo la cajita con la píldora, escuchó nudillos contra el cristal.
Era un niño rubio y hermoso, un querubín extraviado en Navidad, con párpados de haber llorado y sonrisita de que ve las cosas mejorar. Sin más lo hizo pasar. Y el niño la tomó de la mano, la llevó hasta su taburete y amablemente le pidió que se sentara.
-¿Qué buscás, querido?
-Unos cigarrillos -dijo Caharuh, inocente, sacando los Phillip Morris del cajón de su compañera y sentándose en el taburete de al lado-. Tomá, fumate uno -ofreció.
Y luego, cuando Aulil prendía el cigarro, temblorosa, creyendo ver al ángel de la muerte en vez de al cupido hermoso, Caharuh se extendió sobre ella, como para darle un abrazo. Tenía los bracitos extendidos pero no hacia su cuello. Y ya sobre ella, mientras le sacaba la cajita con la píldora (mientras Aulil daba la primera pitara inconsciente), deslizó, a su vez, un objeto metálico, pesado y cargado dentro del bolsillo ajeno.
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