jueves, 3 de diciembre de 2009

Caharuh con Emila

Elima veía pasar trenes y trenes, sentada en la estación. A esos arsenales humanos, Villa Luro aportaba muy pocas municiones. Elima era una sombra oscura sobre un banco en la estación más sombría de todo el recorrido. Los pasajeros apenas si miraban afuera al pasar por Villa Luro, y si alguien detenía un segundo su vista en Elima no vería más que otra penélope, otra mujer triste y caída envejeciéndose en la estación fantasma, otra alma sin salvación, otra araña enclenque sin boletos para salir de su telaraña.
Y prácticamente así era Elima. A lo largo de los doscientos metros de la plataforma de Villa Luro (nadie sabía por qué doscientos metros) había por lo menos otras siete u ocho víctimas llorosas que veían pasar trenes. Todas esas penélopes habían visto a alguien querido subirse al tren y no volver. Y todas ellas sabían (si no lo no estarían allí) que ese ser querido jamás volvería. Todas esas mujeres marchitas como rosa patética que se seca dentro de un libro apolillado, todas esas ancianas de ropas cubiertas de polvo y humedad, todas ellas no esperaban al amor perdido o al hijo arrebatado, sino la muerte. Pero Elima no, Elima esperaba a alguien que jamás había visto antes.
Elima tuvo un sueño diez años atrás. Soñó que un hombre con traje negro bajaría del tren y la haría su esposa. Sabía con certeza que era sólo un sueño y que su carga de premonición podía ser nula, pero aún así no tenía nada mejor que esperar.
Entonces un día el tren, como de costumbre, frenó en Villa Luro. Era de noche y por prudencia los pasajeros decidían mirar el piso o las luces del techo, a su acompañante o sus bártulos. Bajó un muchacho del tren, pero más que un muchacho, entre tantos fenómenos, parecía un angelito o un cupido disfrazado. Bajó casi a la mitad, y caminó con aire despreocupado entre varias penélopes como si ni las viera. Se detuvo frente a Elima y la miró, como diciendo con los ojos ¿y, qué esperas?
-Soy Caharuh -dijo desenfadadamente-. Y sé lo que esperas...
-Lo que espero -preguntó Emila, despertando su voz-, ¿se cumplirá?
-No sé decirte. Pero tengo esto -agregó, y fue acercando su cara a la suya con lentitud y conteniendo una risa, con la expresión clara de quien no va a dar un beso, sino algo inesperadamente más bello. Sus dos manitas, entrelazadas bajo la espalda, se retorcieron de alegría.
...

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