Cuando tengo un largo viaje de vuelta a casa y tengo ganas de hacer pis, todo lo demás suele desaparecer. A veces una hora, a veces más, a veces cuarenta minutos. No importa lo lejana que esté mi casa, la intensidad es siempre la misma y la obsesión es siempre pareja. Cuando se está en el tren o en el colectivo la cosa se puede bajar un poco de revoluciones: mirar la gente, leer un libro, contarte historias en la cabeza, todas esas cosas te hacen olvidar que la vejiga te está por eclosionar para largarte todos sus marcianitos meones. Pero cuando se está corriendo para no perder el colectivo, o peor, cuando se está de pie, aburrido, enfermizo esperando el colectivo o el tren... ahí es cuando se libra la verdadera batalla sicológica. No hay piedad, no hay misericordia ni arreglos ni pactos valederos: es al todo o nada, el cuerpo y la mente contra el cuerpo y la mente en una batalla imperceptible (nomás a veces) cuya victoria o derrota puede marcarnos de por vida en anécdotas de todo tipo.
La última cuadra, la puerta de la reja, la puerta de la casa, ¡la puerta del baño, la tapa del inodoro!, esos son otro reto feroz. Es tanta la pasión, la alegría, la desesperación, la lujuria y la hemorragia interna que uno piensa que aflojar unas gotitas no está mal, pero siempre se es consciente que entonces el desastre sería inminente. Si se rompe la represa no hay salvasión posible.
No sabés si estás cansado y con sueño, si tenés hambre porque hace doce horas no comés una tostada o si te duelen los pies: cuando querés hacer pis y estás volviendo a casa, querés hacer pis y punto. Después de tocar el botón es cuando, emulando al agua del tanque que cae y hace remolinos, empiezan a reaparecer las cosas y uno ve el mundo que lo había estado rodeando.
Tal cual! sigo despachándome mantecosamente pero lo del pis es algo que me acompaña siempre!
ResponderEliminarTal cual! y lo del pis me pasa siempre, como verás sigo despachándome con los mantecosos!
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