domingo, 15 de febrero de 2009

Yrepuxe

Es gracioso pensar que con toda la tecnología actual, desde el GPS hasta la comida que dura siete años, uno pueda morirse perdido en el desierto. Pero así era mi realidad. Unas vacaciones selváticas con mi esposa se convirtieron en una odisea entre médanos calientes. Tres días llevábamos perdidos, y sinceramente habíamos perdido la esperanza, pero no la obstinación. Seguíamos caminando, aprovechando la noche y las estrellas (cantidad enorme de estrellas fugaces vimos y les pedimos deseos, cada vez más absurdos) para avanzar sin morir de sed. Sin embargo, por más hermoso que fuera el cielo y el silencio que nos rodeaba, morir se había convertido en una idea apetecible.
Al atardecer del cuarto día fui a despertar a mi esposa y tuve que alejar a una maligna serpiente amarilla que se le aproximaba cautelosa hacia su tobillo. Costó hacerla parar: tan frágil, tan hermosa y gran parte de mi amor en esa vida, sin poder ponerse de pie. Cosas como esa no se pueden entender, ni tienen explicación.
Empezamos a caminar, ya sin decirnos nada, y oímos de pronto, a lo lejos, una risa. Pensé que era mi primer espejismo, una alucinación, pero entonces mi mujer también alzó la cabeza, sorprendida. Y otra vez la risa, esta vez más fuerte, clara e infantil.
-¿Quién anda ahí? –pregunté. Pero pasados unos segundos, nadie respondió-. ¿Hay alguien?
La risa de niño me contestó, burlona e inocente.
-¿Tienes agua para nosotros? –preguntó mi mujer.
Y sin embargo, haciéndonos desesperar, no dijo palabra. Reía, y no respondía cuando se le interrogaba.

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