martes, 24 de febrero de 2009

Las piedras más pesadas

Tomaba un desayuno matutino en la plaza antes de irme a trabajar. El vagabundo me miró, sonriendo amargamente, y se sentó al lado mío.
-¿Trata usted bien a las mujeres? –me preguntó, metiendo cuidadosamente una mano con guantes sucios en el paquete de papel madera con sanguchitos.
-Por supuesto que sí. ¿Por qué pregunta?
-Porque me parece que estos sanguchitos están hechos con mucho amor.
-Por supuesto que sí. Mi esposa me ama.
-Y así debe ser… ¿Le puedo dar un consejo?
-Por supuesto que sí. Adelante.
-Las mujeres… -comenzó a decir, e hizo una pausa para terminar de tragar- son como las piedras: cuando uno las tira para arriba, siempre puede volver a atajarlas (a menos que sean muy pesadas y lo aplasten o que sean muy livianas y no pueda ver cuán lejos la arroja). Pero si las tira hacia abajo, tendrá que agacharse y ensuciarse las rodillas con tierra para poder tenerla nuevamente en la mano, si es que lo logra.
-¿Y por qué dice esto?
-Porque no me gustaría no probar nunca más uno de estos sanguchitos.

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