viernes, 19 de octubre de 2012

Kmikze

...
Las presillas metálicas habían empezado a pincharme las costillas y el vientre. No sabía si algo se había corrido o si eran mis nervios y la contradicción en la que me habían puesto esos dos viejitos dormidos. Faltaban diez cuadras para llegar a la esquina de la plaza gubernamental, y la siguiente parada era justo en frente de la casa de gobierno. Si los viejos no se bajaban para ese momento, no sabía qué iba a hacer.
La chica del cárdigan rojo sentada al lado mío miraba cosas en un celular, y un par de veces, como sin querer, me había golpeado con el codo. La primera vez me dijo un "ay disculpá" suavecito, a lo que contesté con una sonrisa dura. La segunda vez dijo "uy perdoná, qué tonta, jiji" tan fuerte que el viejo entreabrió los ojos. Yo volví a sonreírle, incapaz de decir palabra, mientras asentía como un tarado.
El colectivo se iba vaciando de a poco. Podría haber cambiado de lugar porque quedaban varios asientos vacíos, pero no lo hice. Quería seguir viendo a los dos viejos que dormían, ahora con una mano entrelazada, con los cabeceos del andar en colectivo.
Se subió un guardia y nos revisó boletos y tarjetas con su lector de tarjetas. Yo sentí que mi cara transpiraba y la mano me temblaba cuando le alcancé la tarjeta. ¿Había pagado lo correcto, estaría todo bien, notaría el bulto extraño abajo de mi rompevientos o la piola de metal que tenía en el interior del bolsillo? No pasó nada de eso. Revisó la tarjeta de la chica y fue a despertar a los dos viejos.
"Disculpá, ¿te sentís bien?". Me había hablado la chica, poniendo cara circunstancial, mientras guardaba su tarjeta. "¿Eh? Sí. Bien. Gracias". Me miró con recelo, frunciendo la boca. Después miró mis manos sobre mis rodillas, y temí que las encontrara sospechosas, así que las metí en los bolsillos de la campera y después me arrepentí. Me había dicho a mí mismo que no metiera las manos en los bolsillos porque era peligroso, cualquier movimiento inadvertido y se arruinaba todo el plan. "¿En serio estás bien? Te veo pálido..."
Miré rápidamente para otro lugar y vi que los dos viejos se estaban bajando. El corazón me dio un brinco. Miré por la ventanilla y estábamos en la esquina de la plaza. La parada siguiente era la final. Para mí.
Decidí hacer un acto de buena persona y encaré a la chica: "¿Vos no te bajás acá?". Me miró y negó, algo divertida, alegrada por que le dirigiera la palabra. "¿Segura que no te bajás acá?" Insistí y me esforcé por sonar convincente, que entendiera. Pero no. Hizo un gesto que no entendí, y se llevó un dedo a los labios, para parecer sensual probablemente.
Respiré hondo y estiré las piernas. Listo, le había dado su oportunidad. Lo de los viejos no me lo hubiera perdonado, pero esta chica me daba francamente lo mismo. El colectivo arrancó, bordeó la plaza, dobló y cuando estábamos frente a la casa de gobierno, ese edificio brutalmente alto pintado de rojo y cobijando a toda clase de tiranos corruptos imbéciles y dañinos, me palpé por última vez el chaleco que tenía abajo del rompevientos, miré de soslayo la plaza y los edificios de alrededor, intentando imaginar cómo quedaría después de ser arrasados, y con suavidad tomé la piola metálica que se asomaba por el bolsillo. Tiré de ella con un poco de fuerza, por las dudas, pero sabía que el mecanismo funcionaba perfectamente.

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