martes, 18 de septiembre de 2012

El fantasma de las puntillas

Nuestra mamá siempre fue de tener manías. Como hacernos bruñir las cosas de cobre del modular, como limpiar los zócalos, como mantener impecable el mantel de puntillas de la mesa del comedor grande. Nunca se usó esa mesa para comer, siempre fue la mesa del mantel de puntillas, el mantel que no se puede ensuciar ni arrugar ni puede tener nada apoyado encima. El mantel la convertía en la mesa más inútil del mundo.
Cuando mamá se murió, los hermanos notamos cómo, con un par de semanas, los zócalos acumulaban polvo, los retratos familiares se ladeaban, el piso se marcaba, los cobres se opacaban. Nos mirábamos entre nosotros sin decir nada, con ojos entre aliviados, divertidos y con un poco de remordimiento.
Lo que no cambió fue el mantel de puntillas. Por un lado, nos habíamos acostumbrado a que no apoyábamos nada en esa mesa, y por otro lado sabíamos que no costaba tanto, al pasar, tirar de una puntita para sacarle un pliegue. Lo que no sabíamos (y tardamos varios meses en darnos cuenta) es que ninguno de nosotros se tomaban esas molestias: nadie lo enderezaba, nadie le sacaba pliegues, nadie lo limpiaba. Y sin embargo el mantel seguía impecable, blanco, perfecto, con sus puntillas.
Mirita hizo el intento de sacarlo un día y meterlo en el cajón, pero los demás se lo impedimos. Temíamos que el mantel reapareciera sin explicación sobre la mesa, que empezara a levitar, que se volviera la sábana con puntillas del fantasma de mamá, que nos atormentara por no bruñir sus cosas de bronce. Dejamos el mantel donde estaba y, en menos de un año, vendimos la casa. Esa mesa inútil con su mantel de puntillas fue lo único que dejamos al irnos.

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