sábado, 4 de febrero de 2012

Lágrimas en cadena

Estaba el tren varado otra vez, lleno de gente y con una bebé llorando. Afuera los edificios de departamentos, las callecitas estrechas, la ropa tendida al sol, los autos estacionados, la ciudad me parecía un enorme páramo, el más estéril de los desiertos. Adentro del tren, entre cien personas que no estaban donde querían estar porque nadie quiere estar en un tren varado, estaba esa beba que lloraba desconsoladamente. Se notaba que no era el llanto del nene malcriado, sino que estábamos presenciando la tragedia de una criatura de un año. Qué irritante me pareció al principio, quería que el tren arrancara y la nena dejara de llorar. Pero no pasó ni lo uno ni lo otro, y para cuando se cumplieron más de veinte minutos de inmovilidad empecé a sentir un poco de pena por la bebé. Me acordé que yo también una vez fui bebé y que lloraba igual por cualquier cosa; que lo que para la bebé era el fin del mundo no lo era, de la misma forma que mis propios fines del mundo no eran tales, y que también a mí me gustaría poder llorar como ella lloraba, sólo para soltar un poco la garganta, la cara, los puños.
De repente me crucé con la mirada de un viejo y le vi los ojos húmeros. ¿Pensaría lo mismo que yo? Indagué en las caras de alrededor y vi a una señora dormida a la que se le caía un lagrimón, un flaco con auriculares con el cejo arrugado y a un abogado que se restregaba los ojos. Tal vez sí, tal vez pensaban lo mismo que yo. Y antes de darme cuenta me largué a llorar. Despacito, sintiendo que el agua caía como si nunca hubiera caído por antes sobre mi cara, y el viejo asentía y lloraba también. Me sorprendió un llanto adulto que venía del fondo del vagón, compitiéndole a la bebé, y yo también solté un gemido dolorido. Alguien me puso una mano sobre el hombro y empezó a temblar, conmovida por tanta angustia. Llorábamos todos en el vagón, doblados en dos, erguidos, hechos una pelota en el asiento, apretándonos la cabeza. Arreciaba el llanto en mis cachetes, me mojaba la ropa y resbalaba hasta el piso.
Después el tren arrancó, el moqueo disminuyó, bajaron algunas personas, subieron otros extraños, y salvo la atmósfera extraña y húmeda de nuestro vagón, nada volvió a pasar.

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