sábado, 6 de diciembre de 2008

Good children of God

Miguel jugaba al rugby en uno de los más grandes clubes de Buenos Aires. Una noche salió a uno de los boliches más grandes de Buenos Aires, se armó una pelea en la que él no tenía mucho que ver y, medio borracho pero aún lúcido, decidió escapar antes de que nada malo le pasara. Salió corriendo por el estacionamiento, que era amplio y largo, y unos patobicas desbocados lo persiguieron por pura diversión. Miguel, no muy asustado pero sin ganas de pelearse, siguió corriendo, sin saber que por la calle que cruzaba venía un taxi a toda velocidad.
Al fin de semana siguiente, la primera, la segunda y hasta la tercera del club de rugby donde jugaba Miguel se juntaron en el último boliche donde él había estado. No tomaron nada, salvo aquellos que necesitaban aflojar los nervios. Y a la orden del entrenador, más de setenta rugbiers con cuerpos de dioses griegos papoteados y espíritus de animales en estampida, se trenzaron a las piñas y patadas limpias contra todo patobica que se les cruzó. Destrozaron el lugar, arrasaron la materia hasta que no fue más que polvo y se garantizaron que Miguel no se olvide, a excepción de aquellos que perdieron la memoria por politraumatismos cranianos.

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