Hernán se sentía solo, terriblemente solo. Simplemente no tenía nadie con quien tener una charla profunda, nadie con quien pasar un rato largo, nadie con quien ver una película y nadie que le cuente cosas. De sus amigos imaginarios ya estaba cansado y el sicólogo lo había pateado. Entonces un día escribió una carta, puso de posdata que por favor la reenvíen al remitente, le puso de dirección un lugar muy lejano y la mandó al correo un domingo a la mañana. Dos semanas después le llegó su propia carta, sin siquiera haber sido abierta. Pero se divirtió como loco leyendo lo que había escrita en ella. Entonces repitió la experiencia: escribió tres cartas diferentes y las mandó bien lejos, y en el curso del mes siguiente le fueron llegando una a una, y fue como tener un amigo que le contaba cosas.
Un par de años Hernán se mantuvo a sí mismo como amigo por correspondencia. Era más que un amigo imaginario, era real. Y la pasaba tan bien que no podía imaginar una vida en la que no se mandara cartas. Pero sucedió de repente, un domingo a la mañana, que el cartero le dejó otra carta: no era una boleta de gas, de luz, de nada, no era una carta suya, definitivamente. Era la carta de alguien que había desoído su posdata y que le había contestado con sus propias palabras. Se llamaba Antonia y vivía en Guatemala.
lunes, 22 de diciembre de 2008
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