lunes, 22 de diciembre de 2008

Desesperanza III

Hernán se sentía solo, terriblemente solo. Simplemente no tenía nadie con quien tener una charla profunda, nadie con quien pasar un rato largo, nadie con quien ver una película y nadie que le cuente cosas. De sus amigos imaginarios ya estaba cansado y el sicólogo lo había pateado. Entonces un día escribió una carta, puso de posdata que por favor la reenvíen al remitente, le puso de dirección un lugar muy lejano y la mandó al correo un domingo a la mañana. Dos semanas después le llegó su propia carta, sin siquiera haber sido abierta. Pero se divirtió como loco leyendo lo que había escrita en ella. Entonces repitió la experiencia: escribió tres cartas diferentes y las mandó bien lejos, y en el curso del mes siguiente le fueron llegando una a una, y fue como tener un amigo que le contaba cosas.
Un par de años Hernán se mantuvo a sí mismo como amigo por correspondencia. Era más que un amigo imaginario, era real. Y la pasaba tan bien que no podía imaginar una vida en la que no se mandara cartas. Pero sucedió de repente, un domingo a la mañana, que el cartero le dejó otra carta: no era una boleta de gas, de luz, de nada, no era una carta suya, definitivamente. Era la carta de alguien que había desoído su posdata y que le había contestado con sus propias palabras. Se llamaba Antonia y vivía en Guatemala.

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