jueves, 17 de mayo de 2012

Viva, viva, la revoluc

Con mi amigo el linyera mirábamos las columnas de humo que subían hasta nuestra altura, nos sobrepasaban y se fundían en una nube negra que embetunaba el sol. Buenos Aires ardía por todos lados. Con el linyera vimos todo desde la terraza de este edificio: lo que empezó como un simple paro de subtes desencadenó en una ira peor que la del 2001, y durante los últimos tres días se habían quemado edificios, autos, personas. Las cifras oficiales ascendían a cinco mil víctimas fatales; la policía había desaparecido a nivel nacional; no había asistencia médica para nadie dentro de las fronteras.
-Si hubiéramos ido abajo a comprar pan, como querías -me volvió a decir mientras intentaba humedecerse los labios- nos hubieran linchado como a todos esos otros vagos.
-En cambio acá vamos a morir de hambre.
-Esto no puede durar mucho más -agregó él. Habíamos tenido varias veces el mismo diálogo, las mismas palabras-. En cualquier momento alguien aparece y pone orden, y vamos a poder desatrancar la puerta e ir a buscar pan.
El río no se llegaba a ver. El reloj de la torre de Itaú hacía mucho había dejado de marcar la hora. El obelisco tenía, en la base, marcas marrones de cientos de fusilados.
-Lo que me va a matar es el hambre de las cosas que no se pueden comer -dije, aportando algo nuevo al diálogo repetido-. El hambre de lo que no tenemos y de lo que perdimos.
El linyera se encogió de hombros. Se dio media vuelta y acostó a fingir que dormía.

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