domingo, 1 de agosto de 2010

Piensa en las flores que murieron

Las dos hermanas, Darwed y Ponhelsa, quedaron encerradas durante una tormenta de nieve en el corazón de una montaña. No sabían con certeza si estaban en Europa o si ya habían pasado la frontera con Asia, porque durante dos meses habían vagado, como un niño que persigue a una mariposa sin poner los ojos sobre las raíces que va pisando, tras el rastro de un objeto precioso. Darwed y Ponhelsa eran arqueólogas extraordinarias: la primera tenía el don de reparar y restaurar cualquier objeto con sólo tocarlo, no importa cuán arruinado y erosionado se encontrara; Ponhelsa, por su parte, podía conocer la procedencia y la historia de cualquier cosa simplemente con olerla.
Ambas hermanas extraordinarias iban tras el arcón donde había sido escondida la Piedra Filosofal del Gran Nabucodonosor. Pero ahora, exhaustas y hambrientas, se encontraban varadas allí, en una cueva ancestral, asechadas por el frío y la congelación.
De pronto, Darwed se dio cuenta que habían caído en una caverna utilizada por hombres de la edad paleolítica. Comenzó a tocar todo alrededor y cacharros, cueros, armas de hueso y rústicos tejidos fueron surgiendo de la nada. Ponhelsa, tras ella, iba oliendo las cosas y averiguando sus historias. Hasta que Darwed le alcanzó una pequeña vasija verde, delgada y alta, muy extraña.
-¿Qué es esto, hermana?
Ella la husmeó. Y sus ojos se abrieron como ventanas.
-Huele a flores... Muchas flores... -contestó ella, azorada-. Esto, hermana, es uno de los inventos más hermosos del ser humano...
-¿Más hermoso que la Piedra Filosofal que andamos buscando?
-Incluso más sublime la Piedra... Este... es el primer florero de la Historia...

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