viernes, 6 de agosto de 2010

Carmona y los transeúntes

A Carmona le encantaba observar a la gente en la plaza, en un local, en el tren el subte, caminando por ahí o desde el balcón de lo de su hermano. No de chusma, no de metida, sino porque le resultaba interesante. Irresistiblemente interesante ver los pensamientos de la gente: ver a alguien que camina solo repentinamente esbozar una sonrisa (quizá recordando el chiste que le contó su novia la noche anterior por teléfono), ver a alguien gesticular en silencio y fruncir el ceño mientras va colgado del caño en el tren (ensayando palabra por palabra cada uno de los quince puntos que le iba a recriminar a su mamá cuando llegara esa noche a casa), o ver cómo alguien, asintiendo con la cabeza hacia un lado y el otro, mueve las manos con amplitud (como si volviera a relatar ante todos los comensales del viernes pasado su aventura en el Paraná). A Carmona le encanta meterse en el cerebro de la gente que se olvida del entorno y repite, sueña, proyecta, recuerda o ama a un interlocutor invisible, porque ese interlocutor termina siendo ella, Carmona.

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