Y la solución llegó de unas de las personas menos pensadas: un tal Jean DeViella propuso poner en manos de las Naciones Unidas su empresa familiar: una cadena de fábricas de útiles escolares. Su pensamiento fue que, siendo imposible anular el instinto sangriento de la bestia humana, había que lograr saciarla sin provocar las pérdidas abismales acostumbradas.
Desde entonces, cada vez que sonaba la sirena de ataque aéreo en alguna ciudad, la gente salía corriendo a guarecerse en algún kiosko con toldo o en alguna vidriera, o a comprarse paraguas y taparse con carpetas. Porque era inminente que de un segundo a otro empezaría el bombardeo de tizas.
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