jueves, 10 de diciembre de 2020

Hadita

Hadita se introdujo en mi vida mucho antes de presentarse a sí misma. Fue la caótica y estresante etapa de mi vida en que creí que estaba loco. Temblé incontrolablemente la noche que mamá, durante la cena, murmuró la palabra "esquizofrenia" después de que yo le diera una cucharadita de sopa a la mesa del comedor por debajo del mantel. "Las mesas vejas están acostumbradas a comer todo o que se vuelca sobre ellas", intenté explicarle, "¡y desde que pusiste este mantel se está muriendo de hambre!". Mi mamá me miró horrorizada, yo unas gotas tibias de sopa me humedecieron el muslo, y entonces murmuró que su hijo, su único hijo, sufría de esquizofrenia. Me pasmé: ¿sería por esquizofrénico que quemé todos los juguetes de la infancia en la chimenea, que empecé a dormir con la funda de la almohada dada vuelta, que sólo hacía caca en pocitos entre los canteros del fondo, que mordí la mano de la señora de la fiambrería? "No", se rebeló una parte de mí, "todas esas cosas tienen una explicación clara, ¿por qué nadie me entiende?".

Esa noche Hadita se presentó ante mí mientras preparaba mi ritual para dormir sin que las pilas y baterías de toda la casa me envenenaran. "Podés dejar la funda del derecho nomás eh", me dijo sonriendo, "era una broma nomás". Hadita me explicó que se había encariñado conmigo y que era la responsable de todo (o casi todo) lo raro en mi vida los últimos años. Pero que esas ideas tontas que le susurraba a mis neuronas no eran para actuarlas, sino para escribir historias, hacer chistes, dibujarlas.

Después de esa noche nunca más la volví a ver, y gracias a su consejo nunca tuve que ir al manicomio. Pero ya sé que es ella la que se inmiscuye en mi realidad, imperceptiblemente, para poner las cosas de cabeza.

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