viernes, 11 de diciembre de 2020

Los regalos de mi abuelo

Mi abuelo fue marino mercante toda su vida. Mis cuatro hermanos heredaron la aversión de papá hacia él: padre ausente, abuelo con culpa decía para hacernos sentir mal de los regalos que nos traía en sus escasas visitas. Yo, única mujer en la familia, entendí lo mal que se había sentido mi abuela y por qué mi papá no podía perdonarlo, pero no podía dejar de quererlo a mi abuelo. Por eso, desde los seis hasta los trece (edad que tenía yo cuando él falleció), sus visitas a la familia se convirtieron, en realidad, en una excusa para verme. Me contaba historias fantásticas de lo que había visto en sus viajes y a veces me hacía sentir urgencia de escribir su biografía, idea ante la cual se reía.

Para mi sexto cumpleaños mi abuelo me regaló el viejo termómetro de su primer barco. "Pero no marca bien la temperatura" observé, viendo que indicaba quince grados estando en febrero. "No la de hoy", explicó, guiñando un ojo. Yo lo guardé pensando en atesorarlo como trasto inútil. Para mi séptimo cumpleaños me regaló el barómetro del mismo barco. "¿Funciona?", pregunté escéptica luego de intentar comprender su funcionamiento. "Sólo en un lugar del mundo", explicó mi abuelo. Y el barómetro fue junto con el termómetro. Un año después recibí una brújula que no se quedaba quieta, y era linda así que se lo agradecí con honestidad. Pero cuando cumplí nueve y me regaló un juego de balanzas sin escala ni numeración, me costó disimular el desencanto. "Sólo sirven para pesar una cosa, una única cosa en toda la Tierra", me porfió. Para mis diez me dio un manoseado e incompleto mazo de naipes clásicos con extraños símbolos; para los once una lámpara de aceite sin mecha; para los doce, una navaja sin filo; y para mi treceavo aniversario, una semana antes de que se suicidada, un gran trapo negro sin forma específica. "El uniforme del Capitán", me dijo, solemne. Ese año no se veía alegre, ya debía haber tomado la resolución de matarse. "¿Soy la capitana?", pregunté, "dentro de muy poco", aseguró. "Pero no sé navegar", reproché: tantos regalos inútiles y nunca una lección detrás el timón. "Tenés ya todos los instrumentos necesarios para tus viajes", y eso fue lo último que me explicó.

Después del funeral me quedé en mi dormitorio dos horas dándole vueltas a aquel pedazo de tela negra hasta que las costuras tuvieron sentido y me calzó como una gran túnica negra, extrañamente cómoda y ceñida. Ahí comprendí la verdadera profesión de mi abuelo, y con alegría fui a su reencuentro para nuestro primer viaje juntos.

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