miércoles, 18 de noviembre de 2020

Limones

Fueron dos meses y medio de viaje para llegar al sanatorio en lo alto de la montaña, y cada día que pasaba se sentía que el sanatorio quedaba más lejos que l día anterior, porque los dolores de cuerpo, agudos e inexplicables, que nos habían hecho buscar el nombre de tan remoto lugar en un mapa, nos impedían a s vez avanzar con la velocidad de antes.

Después de una decena de médicos descartando todo posible diagnóstico, alguien mencionó este sanatorio con sus tres templos, enclavado en lo más alto de una montaña de difícil acceso. Sólo había una ruta para llegar, averigüé: desde la ciudad oriental de Basilia surgía un sendero que atravesaba campos, baldíos y montañas.

El vapor hasta Basilia duró dos semanas, y dos meses más de padecimiento, dos meses que doblaron mi cuerpo a la mitad, que marcaron la expresión de mi rostro fatigado de contener gritos y gemidos de dolor, que desgarraron mis ropas, que me sacaron callos en las manos por el uso incesante del bastón, dos meses más para llegar al sanatorio.

En Basilia encontré ya una inquieta comitiva de gente dolorida y desconcertada que buscaba ansiosa el punto de inicio de la peregrinación. La inquietud era por la severidad de las reglas: quien quisiera ser admitido en el sanatorio de la montaña debía hacer el camino por sus propios medios, sin sirvientes, mulas ni guías; debían hacerlo a pie, en solitario, y sin tomar ni un día de descanso. Y cabe aclarar que quienes podían solventar un vapor hasta Basilia solían estar más que acostumbrados a todas estas comodidades.

En el trayecto me amigué con un príncipe del Congo Holandés, compartimos relatos y bromas durante buena parte del camino, aunque finalmente mis dolores se intensificaron e insistí para que él se apresurara. Fue con él que señalé mis dudas respecto a los beneficios de hacer que gente tan castigada por la naturaleza emprendiera un viaje de tales características.

Cuando llegué al sanatorio, convertido en un mendigo que gateaba por la tierra, con las rodillas y los empeines ensangrentados y los ojos irritados por el polvo, me atendieron, me bañaron en el primero de los templos, me sirvieron una magra pero nutritiva ración de almuerzo en el segundo templo, y me enseñaron cánticos en el tercero. Esa noche dormí en uno de los grandes dormitorios comunes del sanatorio.

Al día siguiente, cuando me dispuse a buscar a mi amigo el príncipe, uno de los enfermeros me dijo que se habían quedado sin limones y que los limoneros de la huerta estaban apestados; me puso una única moneda sin inscripciones en la mano y me mandó, camino abajo, a comprar limones.

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