miércoles, 2 de diciembre de 2020

Cavernícolas

Dicen que conocemos mejor la superficie de la luna que nuestros propios océanos. Dicen que las profundidades azules son el seno de lugares todavía misteriosos. Pero los que dicen esto no saben de los túneles; obviamente no se puede hablar de los túneles y sus habitantes abiertamente. Conocemos hoy en día varios sistemas de cuevas que nos asombran, cavernas con microclimas y ríos subterráneos de recorren continentes, pero ignoramos que mucho más abajo, y por cientos de kilómetros, nuestro planeta está arado en un sinfín de direcciones con túneles, cámaras inmensas, galerías, grutas, espacios negros que albergan sus propias montañas, lagos, cascadas, sitios sagrados, cementerios ancestrales. Mientras que en la superficie los humanos pululamos, nuestros primos homínidos merman lentamente: lejos están del último gran auge que abrió rutas y despejó obstáculos inimaginables en las negras entrañas del mundo, abrió nuevos abismos y erigió palacios reales. El salitre se acumula sobre los magníficos monumentos, cráteres se abren sobre los caminos hoy despoblados, centenares de pueblos fantasmas se añaden cada año, cuando perece el último vecino, al atlas tridimensional de esta civilización silenciosa y ciega. Lo gracioso es que, mientras nos devanamos los sesos para navegar las corrientes más profundas o para alzarnos más y más lejos de la tierra, ellos, allá abajo, se preparan para el gran éxodo, con la confianza de gente dura como piedra que sabe que, aún bajo el peso de su larga decadencia, tienen fuerzas de sobra para arrebatarnos la superficie, someternos a sus leyes y condenarnos, de acá a la eternidad, a morar majo sus pies, en las infinitas cuevas y laberintos. Será, según mis cálculos, la quinta vez que se invierte el reloj de arena.

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