martes, 22 de diciembre de 2020

Inconcluíme

Me levanté tarde, el sol pegaba sobre la almohada y me produjo el mismo efecto de limbo que me producía el despertar en la casa de Sofía, mi exnovia. Me senté en la cama, me desperecé y el olor del castillo (olor de piedra erosionada durante trescientos años, olor de tapiz apolillado y cera para parqué) me sacó del limbo: era lunes, la gente del casamiento se estaba yendo y había que limpiar todo. Me asomé por la ventana: el sol bañaba todo el césped de los jardines, las ligustrinas brillaban como venecitas, la brisa chusmeaba entre los cedros del bosquecito, y el estacionamiento estaba completamente desierto. Corrí escaleras abajo y después de vaciar completamente los contenidos del armario de limpieza en medio del corredor, fui a la cocina, abrí la canilla del agua caliente en una bacha llena de vajilla demasiado delicada para la máquina, y mientras se llenaba me serví el fondo del café que había quedado del fin de semana. La taza estaba cascada, procuré darle un sorbo del otro costado. Noté algo extraño en el paladar pero podía tratarse de que café frío era mi primera ingesta matutina. Apresurado sumergí un segundo trago en la garganta y me fui corriendo con la escoba, el lampazo, la aspiradora, el tacho, la palita y el plumero nuevo bajo el brazo directo al segundo piso. ¿Qué pasaría si ahora, con el castillo vacío hasta mañana, el mango de la escoba o la manija de la aspiradora se enganchara en uno de los arabescos de la baranda de la escalera central y me cayera de espaldas?

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