sábado, 6 de julio de 2013

Esperanza del mal final

Iba caminando por la calle cuando vi una cotorra aplastada por la rueda de un auto. Era la primera vez que veía una cotorra en esa situación. Sí palomas, horneros, zorzales, pero nunca una cotorra. El verde de las plumas destacaba mucho contra el triperío marrón y el asfalto violeta y pesado.
Subí a la vereda y me encontré con una rama de poda que obstruía el camino. A patadas furibundas la devolví al motón de ramas, despejé la vereda. Si mi abuela pasara por ahí, esquivando los cráteres del embaldosado, y se encontraba con esa rama, se caía de culo al querer esquivarla, sin lugar a dudas.
Metí las manos en los bolsillos, no sin antes ver esas cicatrices que no sé cómo me las hice, y la suciedad de las uñas. Era barro hecho con el polvo de una casa vieja y las gotitas de la bruma matinal.
Pensé: ¿de qué sirve la esperanza estoica? ¿La esperanza demente que se sabe que conduce a un mal final? Y no supe responderme. ¿Dónde estaría, sino, sin esa última esperanza? Como tampoco supe responderme, dejé de reprocharle a la esperanza vana y le agradecí por todo, girando en la esquina de mi cuadra.

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